lunes, 6 de septiembre de 2010

DESENMARAÑAR LA VIDA (II)



Un día Gregorio aparece sorpresivamente. Inés cree desfallecer, va a su encuentro y
rápidamente le cuenta lo que sucede. Le pide que no vuelva, tiene miedo de que el padre cometa una locura. Sin embargo, esa presencia no esperada le da fuerzas y resuelve contarle los proyectos que tienen los dos.

Decide hacerlo en la mañana siguiente, cuando esté más sobrio, más amigable.

Y prepara el desayuno como todos los días, mientras piensa que para ser feliz con Gregorio debe enfrentar primero al padre, eso es una tortura que se transforma en fatiga y la debilita. Así debe ser la misma muerte.

Al fin llega. Cuando los dos ya están sentados y el olor a café traspasa el olfato, Inés, atropellándose con las palabras tantas veces pensadas, le dice con vehemencia, como para imponerse:

-Gregorio y yo queremos casarnos.

Juan se levanta furioso de la silla, golpea su taza de café que se derrama caliente sobre la mesa cayendo en parte sobre las piernas de Inés, quien se apresura a buscar agua para aliviar el dolor de la quemadura mientras él grita con odio:

-Eso no va a ocurrir nunca mientras yo viva. No va a ocurrir, ni lo pienses.

Y desaparece camino al campo.

Inés vuelve a sentarse a la mesa, apoya su brazo y llora sobre él toda la violencia del padre, su incomprensión; llora el futuro que no podrá ser, llora todos los sueños que tenían con Gregorio, también la soledad y el desamparo, porque ahora tampoco le queda padre.

El tedio la acompaña en los días siguientes, deambula por el campo sin hacer nada, todo es abandono. No encuentra quien pueda ayudarla, pensó en los hermanos y comprendió recién entonces por qué se fueron, pero están lejos y hace mucho que no los ve.

Dos días después, cuando Juan va camino al bodegón, aparece de nuevo Gregorio, impaciente por recibir noticias de Inés. Ella no quiere que la vean salir más allá de la tranquera y da una recorrida para saber si los hombres todavía trabajan y encuentra a los peones tomando mate en la cocina grande; su rostro se ilumina, está contenta porque nadie la verá irse. Y así salen, casi corriendo, a esconderse en una arboleda impenetrable que hay cerca. Inés se avergüenza de lo que tiene que contarle. La voz y el llanto se mezclan con besos y abrazos, juntos se sienten dueños del futuro, como si el futuro los abrigara y al mismo tiempo fuera tejiendo una trama de utopías. Entonces Inés le dice que quiere quedar embarazada para que se puedan casar. Seguro que su padre se avergonzará de eso y los obligará a casarse o la echará de la casa. Esa sería la mejor manera de resolver todo. Hacen planes. El atardecer se agrisa y el viento comienza a mover con fuerza las hojas, la noche parece golpeada. Se despiden y como fantasmas corren para ganarle a las sombras, que en remolinos van cubriendo todo.

Desde que quedó embarazada transcurrieron más de dos meses. Esperaron porque no querían que Juan la obligara a hacer un aborto.

Y llegó el día elegido para comunicarle la novedad. A las cinco se encontraron. Aguantan el miedo porque tienen esperanza de que con esa noticia todo se arregle. Deben encontrarlo antes de las seis de la tarde, hora en que el padre se va al bodegón. En unos minutos aparece, se acercan a él y le dicen que tienen algo para contarle. Juan, gritando, dijo:

-Qué, qué cosa.

Entonces Gregorio comienza diciendo:

-Era para anunciarle, con su aprobación, que nos vamos a casar porque Inés está embarazada.

El padre entra a la casa como una ráfaga e inmediatamente vuelve a salir con un rifle apuntándole a Gregorio

-Salí de aquí, porque si no lo haces te mato –le dice.

Antes que Gregorio decida irse, Juan toma a Inés muy fuerte de un brazo y la pone a su lado. Después carga el rifle y dispara dos tiros seguidos en dirección a Gregorio, que ya está bastante lejos y no lo alcanza.

Inés grita por el horror, por el odio que acumula, trata de sacarle el rifle en su deseo íntimo de matarlo, pero él vuelve a apretar el brazo de ella casi hasta partirlo, entra nuevamente a la casa, toma unas llaves y sigue con Inés hasta el ingreso del sótano, abre la puerta y la empuja para que baje la escalera, en tanto él la cierra otra vez. Inés está espantada, no puede pensar bien, la oscuridad iguala todo, no distingue una cosa de otra, se sienta en el último escalón y espera que su padre pase a rescatarla.

La noche se ha violentado, Inés duerme exhausta, con fiebre.

Nunca había bajado al sótano. Casi desconocía su existencia, lo sintió ajeno a su condición de mujer, como si eso fuera cosas de hombres.

Amanece.

Está segura de que su padre no la irá a buscar hasta después del desayuno, sólo cuando el alcohol aplaque el efecto. Tiene miedo de que al abrir los ojos la oscuridad los siga cegando. Apenas los entreabre, se sorprende al ver la claridad que entra por una ventana, desde la parte alta. Los haces de luz parecen incendiar las paredes borrando manchas de humedad y esa visión mágica, tan luminosa, la hace sonreír.

Se incorpora para conocer qué hay allí. Encuentra bolsas de carbón apiladas y la leña que usan en el frío de los inviernos. También descubre un gato, tan asustado como ella, que está sobre arpilleras en un viejo camastro. Todo desordenado y sucio. Se inquieta, ¿por qué nadie llega para abrir la puerta? El sollozo se inicia con suavidad y a medida que el temor se transforma en desesperación, grita con toda la voz, llama al padre y pide que la saque de ahí. Los pensamientos se vuelven confusos, siente una opresión que somete al cuerpo y el terror de estar encerrada hace que no pueda dejar de llamar a cualquiera que la oiga, que la dejen salir, se está ahogando, no quiere morir de esa manera. Los gritos se hacen incontenibles.

Nadie le contesta; sin embargo, después de un rato, alguien abre la puerta, le deja un jarro de leche, un pan y un balde lleno de agua. No habla y vuelve a cerrar con llave.

Inés está vencida y se recuesta en el catre, húmedo y polvoriento, junto al gato que se asusta y salta, olfatea la leche y la busca hasta encontrarla, su lengua en un movimiento envolvente y veloz se va empapando del líquido hasta dejar el recipiente vacío.

Inés duerme un sueño tormentoso. Cuando despierta, mira a su alrededor y la realidad se mezcla con lo soñado, temerosa vuelve a llorar. Sin fuerzas, sometiéndose a la resignación, piensa en ese bebé que está creciendo dentro suyo y es lo único que tiene para luchar. Ya quiere darle un nombre, que tenga identidad y que ella lo piense como persona.

Necesita comer para alimentarlo, que nazca sano. Si Gregorio conociera el lugar donde está, seguro que iría a rescatarla. Tiene sed y hambre y va en busca de lo que dejaron. Mira el jarro vacío y ve aún algunas gotas de leche, no sabe qué pensar, toma el pan y baja también el balde. Fue un desayuno apenas frugal: pan y agua. Vuelve a recostarse y mira cada detalle de ese sótano, distingue dos pequeñas ventanas donde entra el sol y colgada de un clavo en la pared hay una capa para la lluvia. Además, herramientas y toneles, que no sabe qué pueden contener. Una pregunta ha empezado a golpear su pensamiento. ¿Cómo escapar de allí? Quizás no sea tan difícil como creía.

Se sienta detrás de la puerta esperando que le traigan la comida del medio día, cuando abran la forzará para poder salir o hablar con quien la abrió, quiere saber si es su padre. Inquieta por lo que pueda descubrir, y para sentirse acompañada, imagina a Gregorio sentado a su lado. Su fantasía se vuelve tristeza, pero su historia adormecida va surgiendo y vuelve a recordar la tibieza húmeda de los árboles al comienzo del crepúsculo, los cuerpos ardientes, las horas que se desgastan en segundos y la despedida apresurada de siempre. Nadie llega todavía, algo se quiebra dentro suyo y otra vez el llanto fuerte, los gritos pidiendo auxilio y después el silencio que oscurece la mente.

De repente el ruido de una llave que quiere destrabarla, Inés se levanta de inmediato y se prepara a inmovilizarla.

La persona que está detrás empuja, ella toma con sus dedos el filo, mientras oye que le dice:

-Saque sus manos porque la cierro y si no se queda quieta me voy con la comida.

- Quiero que le avisen a mis hermanos esto qué está pasando aquí - gritó Inés

Abre apenas, no era su padre, deja sobre el primer escalón lo que trajo. Se va sin decir palabra.

Pensando en su bebé, come todo lo que el cuerpo puede soportar.

Por Marta Rodríguez
(continuará)

1 comentario:

Las tramas del taller dijo...

MARTA, me dejaste con la pica! Cómo sigue???? Muy bueno, aunque cruel. Un beso SILVIA