martes, 31 de mayo de 2011

ONETTI A LAS SEIS

Onetti a las seis

Por Liliana Díaz Mindurry (*)


"Trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo"
Juan Carlos Onetti

"Para M.C. Querida Tantriste: Comprendo, a pesar de ligaduras indecibles e innumerables que llegó el momento de agradecernos la intimidad de los últimos meses y decirnos adiós. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nunca nos entendimos de vera; acepto mi culpa, la responsabilidad y el fracaso (…) En todo caso, perdón. Nunca miré de frente tu cara, nunca te mostré la mía."
Juan Carlos Onetti

Era la primera vez que yo había ido al taller literario de Quesada y no para dedicarme a esbozar ambigüedades sobre cuentitos de aprendices de escribidor, ni para leer mis propios mamarrachos, ni siquiera porque el mismo Quesada, viejo amigo mío, me había dicho: "Aparecete de vez en cuando, me hace bien verte, te divertís un rato con las pavadas, lo ves a Giménez, después nos podemos ir a tomar una copa", sino para mirar a María Calviño, Santa María Calviño como la llamaban, no sé quién era María Calviño pero Giménez siempre me recordaba: "Es justo para vos, tenés que verla". Esa, susurró, es María Calviño y apenas contuve el ataque de risa. No se trataba de un aspecto de loca de esas que andan por Corrientes vociferando, caminando con las piernas torcidas, rascándose los piojos. Ni de esas locas típicas de talleres con caras de Caperucita Roja o Blancanieves en el geriátrico. Vestía con aire de monja, pero no era eso. Tendría algo más de treinta, no era demasiado fea, los ojos grandes como platos de un gris azul destinado a la opacidad, pero no era eso. Ni siquiera esos cuentos que leía con aire de Alfonsina arrojándose al mar, llenos de rosas, estrellas, ángeles, caramelos de miel, lejanías, atardeceres, pajaritos volando y cursilerías que no superaba ni Corín Tellado. (Quesada, pese a que no estaba gratis, le hacía mil discursos para que se fuera. Medios no muy sutiles: ¿Por qué no pone una boutique o una peluquería? Medios absurdos: María, haga un análisis de la obra completa de Onetti, describa todas las técnicas que utiliza y no me traiga más sus propios cuentos hasta hacerme un informe detallado en por lo menos quince hojas tamaño oficio). Ni siquiera esa vocecita declamatoria, ojos mojados, manos de Santa Teresa en éxtasis por Bernini (le faltaba cruzarlas en el pecho, ponerse una azucena cerca del nacimiento de los pezones, colocarse una rosa con un alfiler de gancho en la cintura, un moño en las partes postreras). Era algo más, un aire de metafísica para suplemento literario dominical, de cosa que no existe, de petalito seco en un libro de horas titulado Jaculatorias para alcanzar el cielo, de hojitas en manual de poemas completos de Amado Nervo. Era ella, porque era más que todo eso, más que una fórmula.

Después vinieron las preguntas a partir de Onetti, no entiendo por qué Onetti dice "el frenético aroma absurdo que destila el amor", un aroma absurdo y frenético, no sé qué puede ser, el amor huele a rosa y a jazmín, a esperanza, y por qué eso de "trataba de reorganizar rápidamente mi confianza en la imbecilidad del mundo", cómo imbecilidad del mundo, acaso el mundo es imbécil, no lo hizo Dios, no hay gente inteligente, genios, Mozart, Béquer, Leonardo, Juana de Ibarborou, Einstein, Julia Prilutzky-Farny, pero seguro que hay gente imbécil, dijo alguien y reímos con pocas ganas, casi hartos. Cómo se puede confiar en la imbecilidad, prosiguió María Calviño, poniendo los ojos más redondos que nunca, platos redondos del color de mi bandera, porque uno confía en la inteligencia ¿no es cierto? Siempre concluía: Onetti es muy extraño" y repetía sola: "confiar en la imbecilidad", reorganizar la confianza en la imbecilidad".

Habrá sido una tarde en que Giménez y yo tomábamos un whisky en el bar de enfrente del taller de Quesada cuando apareció María Calviño, Santa María Calviño, envuelta en una nube dorada, vestida de rosa, seguida por la brisa del paraíso terrenal. Empezó a preguntarnos por Onetti, "yo no sé cómo hay que leerlo, es tan extraño".

-Mirá -le habló Giménez sin mirarla y tal vez con piedad- . Dejá todo eso. Onetti no es para vos.

En cambio yo enarqué las cejas, la invité a sentarse a mi lado, puse mi mejor voz de caballero británico y mientras me expulsaba el polvo dorado que caía sobre mi pantalón, le mostré un vaso de whisky.

-Tenés que tomar mucho whisky para entenderlo. Onetti es un destello ¿entendés? Un resplandor.

Sacó un cuadernito forrado con vírgenes de Rafael y anotó: "Tomar whisky, Onetti es un destello, un resplandor".

-Un resplandor, un destello, sí -dijo ella olvidando el whisky y emocionada por las palabrejas-. Una luz, quiere decir un brillo.

Sonreí con elegancia como se puede sonreír frente a Oxford o en un club de gentleman. Y complete mi pensamiento:

-Pero sobre la mierda.

Los platos azules se quedaron inmóviles, estupefactos. Creyó oír mal. ¿Sobre qué?, preguntó. Lo repetí, gusté de la palabra, ese néctar. La imaginé a ella desnuda, en cuatro patas, hablándome de sus ruiseñores y de sus misales, mientras yo le contaba de Juntacadáveres o de la tan triste que calentaba en la boca un caño de revólver como lo haría con un sexo. Después fui más explícito dando cuenta de una precisa escatología brillante situada en el fondo de una escupidera, cuyo perfume era en terminología onettiana "el frenético aroma absurdo que destila el amor".

-También olor a sexo usado -proseguí- a intestinos, a descomposición.

Le veía el pecho sacudirse de arriba hacia abajo, el vestido rosa a punto de recibir una metralla. Parecía retener con desesperación sus pájaros, sus ángeles, sus jazmines. Giménez se daba vuelta para no mostrar la risa creciendo en sus dientes desparejos.

-¿Te imaginás al pájaro patas arriba y con las tripas afuera, al ángel defecando, al jazmín podrido en un agua con olor a ciénaga? Bueno, todo eso lleno de resplandor, de pequeñas lucecitas enceguecedoras. Pero tenés que beber, María. Tomarte varios vasos y no de whisky sino de tinto barato con gusto a vinagre en un bar asqueroso. Entonces quizás entiendas algo.

Casi sin gestos, anotaba. Cuando pidió vino tinto nos miramos con deseos de agonizar, de morir allí mismo entre estertores y carcajadas. La hacíamos beber y beber casi sin pausas hasta que no podía escribir y le bailaban los ojos.

-No puede ser -decía y a lo mejor lloraba o a lo mejor llorábamos nosotros de risa-, habiendo tantas cosas lindas en el mundo, por ejemplo cuando una alondra canta su primer canto por la mañana, cuando una mujer le dice a un hombre que lo ama.

Y hasta nos daban ganas de aplaudir y así seguimos indefinidamente no sé por cuánto tiempo pero ella preguntó de repente dónde vivía Onetti, con una voz que ya no era la de ella, una voz de cansancio. Giménez me hizo un guiño y yo captando su pensamiento expliqué:

-Vive por aquí, a la vuelta, en una pensión de la calle Piedras- no sé por qué pensaba en Risso, el personaje de "El infierno tan temido": Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, aunque Risso hablaba de Santa María y yo de Malos Ayres.

Lo inventamos amigo nuestro, íntimo. En un chasquido se metía en nuestros portafolios, en el bolsillo de la camisa, en el hueco de la mano. María ya era un desecho. No escribía, no miraba. Había cierto peligro en esos ojos disueltos hasta el vacío, en esa posibilidad de negro paraíso. Bruscamente sentí algo viscoso en la garganta que puede haberse asemejado a una especie de lástima. Sería porque estaba tan borracho como ella, sería porque estaba harto de reírme.

-¿Ves esta llave? -le pregunté.

Saqué una llave cualquiera, una llave de ninguna parte que no sé por qué razón tenía conmigo.

-No sé para qué sirve esta llave, cuál es la puerta que le han destinado. Ni sé para qué la llevo. Cuando tomo mucho me acuerdo de la llave. Y digo: puede ser que esta llave abra la puerta de alguien. Pero la gente es una basura, una basura más chiquita, mediana, más grande, gigantesca. Hay de todos los tamaños. Como no hay gente sólo me sirve para abrir puertas de los libros. Así leo por ejemplo que hay una estrella azul o que tiembla el corazón de una montaña- Y veo que también los libros son basura. Entonces abro las puertas de Onetti que no te habla de estrellas azules ni de corazones que tiemblan. Te hace relumbrar la basura pero no deja de recordarte que es basura. Con esta llave que no sirve, entro en el mundo onettiano, en Santa María o lo que fuere y me doy cuenta de que para entenderlo del todo tendría que tragar la llave, sentir el gusto metálico en el paladar, el gusto de lo que no abre ninguna puerta ¿entendés? Claro que no entendés, ni vas a entender nunca. Seguí con tus pajaritos.

Giménez me oía entre divertido y espantado. La cabeza me daba vueltas, tenía ganas de inclinarme para el aplauso, agitaba la llave, pero María ya no estaba. El discurso fue seguramente mucho más largo. Se habría escapado en la mitad: tal vez no lo había escuchado nunca.

Abandonó el taller, me contó Giménez. No dejó de narrarme los acontecimientos de Quesada ni sus carcajadas cuando Giménez le relataba con muecas y exageraciones nuestro diálogo en el bar. Sin embargo un día la vi en el mismo bar y me dijo que no había vuelto al taller porque estaba preparando su "Infome sobre Onetti". Leyó con voz monótona y hasta destemplada este fragmento de Matías el telegrafista: "Para mí, ya lo sabe, los hechos desnudos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o lo que cargan. Y después averiguar qué hay detrás de estos y detrás hasta el fondo que no conoceremos nunca". Y luego preguntó:

-¿Qué quiero decir esto?

Me encogí de hombros.

-Porque es lo mismo que decir que no me importa lo que me pasa con el Tipo, lo que él haga, sino saber qué hay en el fondo de todo esto. Yo creía antes que había que soñar para olvidarse de él. Pero ahora resulta que hay que revolver y revolver.

¿De qué me hablaba? ¿Qué Tipo era ése? Me leyó un informe incomprensible y caótico donde la mierda con destellos se mezclaba con el Tipo (lo ponía con mayúsculas) al vino, a la calle Piedras, a las fotografías pardas de "El infierno tan temido" o la cara de tramposo de "Matías el telegrafista", a los pájaros patas arriba, los ángeles con diarrea, la basura de gente, los jazmines podridos, el gusto metálico de las llaves de libros, esas que no abren ninguna puerta. El resultado parecía una especie de poema surrealista entre interesante y espantoso, pero con ciertos matices de belleza.

-Dame ese informe -le dije estremecido y asqueado-. Se lo voy a llevar a Onetti. El te va a ayudar, no lo dudes.

María Calviño se abanicaba, hasta me parecía que hablaba sola. El rosa del vestido seguía desprendiendo olor a pájaros muertos. Le conté a Giménez y pensamos que pediríamos ayuda a Ricardo Olivieri para que dijera llamarse Juan Carlos Onetti, para que le dictara incoherencias al informe. Llamé por teléfono. Me atendió un pedazo de voz, un hilo.

-Onetti quiere conocerte. Le he dado tu dirección. Irá el lunes a las seis a visitarte.

-¿Conocerme a mí? -comenzó María Calviño- ¿Conocerme a mí?

Creí que el "conocerme a mí" seguiría hasta el infinito. Caminaba por calles y calles y seguía oyendo "¿conocerme a mí?". Con Giménez nos imaginábamos la cara de Quesada, de la gente del tallar, cuando María Calviño dijera, sacudiendo su polvo dorado, con voz quebrada de poetisa en trance de suicidio, de Pizarnik llorando con unas pastillitas en la mano, que Onetti, el mismísimo Onetti había ido el lunes a las seis a visitarla, Recordaba a una María roja, con ojos cerrados como si hubiese tragado somníferos, atacada de paludismo y fiebre intermitente, que después de hablar por teléfono, recorría calles y calles, ¿conocerme a mí?

Llegamos hasta el punto de escribirle y entregarle nosotros mismos una misiva. La escribí yo, los otros miraban. Empezaba como la carta del comienzo de "Tan triste como ella".

"Querida tan triste María:
Comprendo, a pesar de las ligaduras indecibles e innumerables, que llegó el momento de conocernos. Todas las ventajas serán tuyas. Creo que nos entenderemos. No conocernos sería mi culpa, la responsabilidad y el fracaso. No intento excusarme invocando nada. Acepto los futuros momentos dichosos. En todo caso, perdón. Aunque nunca mire de frente tu cara, aunque nunca te muestre la mía.
J.C.O."

La similitud de espejo al revés con el comienzo de "Tan triste como ella" hacía más ridícula la voz de María:

-Me escribió a mí. Juan Carlos Onetti me escribió a mí.

Llegó el lunes. Fui media hora antes a la casa de María Calviño para efectuar la presentación. Entré en un zaguán viejo y me recibió vestida de negro con estas raras palabras:

-Estoy de luto por mi anterior vida. Ahora pienso y vivo en el mundo de Onetti.

Tenía una sonrisa muy rara, se desplegaba como un abanico. Tenía unos ojos de leopardo que antes no tenía, dos leopardos muertos en platos vacíos. Entré en un comedor mugriento y en desorden.

-Lo preparé todo especialmente para este encuentro -murmuró y la voz era una especie de navaja, un cuchillo que cortaba rebanadas de aire. Después subí a una pieza con una cama de matrimonio. La pared estaba llena de estampitas, recortes de revistas con puestas de sol, almanaques con pájaros, noches estrelladas, parejas besándose, cartones con acuarelas que representaban ángeles y corazones, fotografías de actrices lánguidas de los comienzos del cine, una biblioteca de novelas románticas. Poesía para solteronas, libros de autoayuda, títulos como "Aprenda a ser feliz" o "Te amaré para siempre", "Mía para la eternidad", vitrinas con estatuas almibaradas y caracoles. Ante mi asombro empezó a romper todo, a hacer pedazos los libros, las fotografías, los dibujos, los almanaques, las cajitas musicales, las basuras de las vitrinas. Semejante hecatombe, la violencia de sus gestos me empezaron a asustar y más cuando abrió un ropero y se dedicó a arrojar ropa sucia con perfume a naftalina y sudor. Algunas prendas salían por la ventana, otras se depositaban en cualquier parte.

-Gracias por todo esto, Juan Carlos Onetti -exclamó de golpe y me pareció que le hablaba al aire, a un posible Juan Carlos Onetti que estaría por llegar.

-Ya son seis menos cinco -susurré, deseando que esta escena de locura terminase pronto, arrepentido de haberla fomentado, con ganas de putear a Giménez, a Quesada, con ganas de que Olivieri no viniese, de que alguna grieta en la pared me permitiese la huida-. Onetti debe estar por llegar.

-Onetti ya ha llegado -habló María Calviño clavándome esos leopardos que se desperezaban en los platos vacíos-. Es para vos que hago esto.

-¿Para mí? -logré balbucear.

-Yo sé que cierto Onetti, premio Cervantes, vive en España, y que vos me escribiste. ¿Qué me importa del otro? Vos sos Juan Carlos Onetti, vos me mostraste la llave para abrir esos libros. Yo ya no puedo encerrarme en esta pieza a soñar disparates. Mis pájaros tienen las tripas afuera, mis jazmines están podridos. Hace diez años que vivo con alguien, marido creo que se llama. Yo lo llamo "el Tipo". Viene, habla con el loro, con el espejo, con cualquier cosa. Vomita en los rincones, escupe. Yo quería otro mundo, pero no hay caso. Vos tenés razón, Onetti. Hay mierda y lo único bueno es sacarle lustre a la mierda, verle los resplandores. Es bueno tomar la llave de los libros, abrirlos, pero después tragar la llave. Yo la tragué. Hace tiempo que necesitaba esto.

Oímos el timbre como si hubiéramos oído maullar a un gato. Yo la miraba sin poder desprender mis ojos de esos platos grises vacíos, de ese brillo a escombros, a mesa de póquer con fantasmas. El timbre seguía y seguía.

-Gracias por haberme escrito, Onetti. Por haberme llamado "tan triste María". Gracias a vos tengo confianza en la imbecilidad del mundo. Quiero hacerte un regalo, mostrarte lo que soy capaz de hacer.

Hablar ya no tenía sentido. La locura era la pared, el techo, el piso, los muebles, ella, el timbre, yo mismo. La seguí. Lo que vi ya no será posible contarlo.

Porque después yo ya no estaba allí y quizás ya no estaba en ninguna parte. A grandes lengüetazos lamía los bordes de todos los objetos, de la misma locura, de cierta manera de ella tan feroz de clavarme los ojos, ella, María, Santa María, ella la tan triste, diciéndome, mirá Onetti, éste es el Tipo, lo hice para vos, para que veas que soy capaz, para que veas que como vos rompí el candado, me tragué la llave, tenía gusto metálico, al principio creí que era más difícil, pero era fácil, era cuestión de averiguar qué había detrás y así hasta el fondo que después de todo no conoceremos nunca, y había un tipo en el suelo sobre una enorme mancha roja, un tipo muerto, gracias Onetti, vos tenías razón, yo soy la tan triste, la de la enorme tristeza, la de la tristeza que no tiene límites, y el timbre seguía sonando y yo pensaba, son las seis de la tarde, yo soy Onetti, ella es la tan triste, he abierto la llave de los libros, la tengo aquí, es la llave de ninguna parte, los libros no sirven, son papel pegado o cosido, letras sobre papel pegado o cosido, pero ella sí ha tragado la llave y ahora estoy yo aquí solo con el gusto metálico en la lengua, sabiendo que la llave está en mi boca y que debo tragarla.

Fuente:

http://www.onetti.net/es/descripciones/autores/D%C3%ADaz+Mindurry,+Liliana

(*) Liliana Díaz Mindurry (Buenos Aires, 1953) es autora de los libros de poemas: Sinfonía en llamas, Paraíso en tinieblas (1er Premio Instituto Griego de cultura y Embajada de Grecia) y Wonderland. De relatos: Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte; La estancia del sur (1º Premio Municipal de Buenos Aires, inéditos 1990-91); En el fin de las palabras; Retratos de infelices; Ultimo tango en Malos Ayres (Premio Centro Cultural de México, Concurso Juan Rulfo, París 1993 y Premio El Espectador de Bogotá, Concurso Juan Rulfo, París, 1994), y de las novelas La resurrección de Zagreus; A cierta hora; Lo extraño (1er Premio Fondo Nacional de las Artes); Lo indecible; Pequeña música nocturna (Premio Planeta 1998) y Summertime.

viernes, 27 de mayo de 2011

Jornadas "La literatura de Rosario"

Programa completo:

PROGRAMA

Lunes 30 de mayo
Acto de apertura
[19:15 hs.—Salón de Actos]
Darío Maiorana (Rector UNR), José L. Goity (Decano), Sonia Yebara (Directora de la
Esc. de Letras), Laura Utrera (Comisión Organizadora).

“Historia de la literatura de Rosario”
[19:30 hs.—Salón de Actos]
Eduardo D’Anna, Roberto Retamoso.
Coordina: Nicolás Manzi.

Inauguración de la muestra
“Cien años de literatura”
[21:00 hs.—Salón de Actos]
Registro fotográfico: Marita Guimpel.
Selección de textos: Graciela Aletta y María Isabel Barranco.

Brindis inaugural
Lectura en los bares [22:00 hs.—Bar Cívico (San Lorenzo 1949)]
Narrativa: Lorena Aguado, Federico Ferroggiaro, Verónica Laurino, Luciano Trangoni.
Micrófono abierto.
*****

Martes 31 de mayo
“Literatura de Rosario y mercado editorial"
[19:30 hs.—Sala de Lectura de la Biblioteca Central]
Daniel García Helder por Editorial Municipal, Nicolás Manzi por El Ombú Bonsai,
Sebastián Riestra por Colección La Capital, Silvina Ross por Editorial Ross, Marcelo
Scalona por Homo Sapiens.
Coordina: Maximiliano Linares.

Lectura en los bares [21:30 hs.—Bar Cívico]
Poesía: Gilda Di Crosta, Leandro Llull, Rocío Muñoz, Andrea Ocampo.
Micrófono abierto.
*****

Miércoles 1º de junio
“Poesía de Rosario"
[18:30 hs.— Aula 7]
Rafael Ielpi, Martín Prieto, Fabricio Simeoni, Beatriz Vignoli.
Coordina: Agustín Schiavon.

“Narrativa de Rosario"
[20:00 hs.—Aula 7]
Osvaldo Aguirre, Angélica Gorodischer, Jorge Riestra.
Coordina: Marcelo Britos.

Lectura en los bares [22:00 hs.—Jekyll & Hyde (Mitre 343, Mitre y Pasaje Zabala)]
Narrativa: Marcelo Britos, Martín Kaissa, María Laura Martínez, Marcelo Scalona.
Micrófono abierto.
*****

Jueves 2 de junio
“Escuela Crítica de Rosario"
[19:00 hs.—Sala de Lectura de la Biblioteca Central]
Miguel Dalmaroni “Modos del fracaso”, Analía Gerbaudo “Rosario, el centro”, Silvio
Mattoni “Restos, interrupciones y peligros”.
Coordina: Laura Utrera.

Proyección de “Cine Negro”
[20:30 hs.—Jekyll & Hyde]
Con la presencia de su directora, Mariana Wenger, y comentarios críticos de Emilio
Bellon.
Coordina: Luís Esteban Hernández..
Lectura en los bares [22:00 hs.—Jekyll & Hyde]
Poesía: María Paula Alzugaray, Tomás Boasso, Fernando Marquínez, Alejandra
Méndez.
Micrófono abierto.
*****

Viernes 3 de junio
“Publicaciones de Rosario"
[18:00 hs.—Sala de Lectura de la Biblioteca Central]
Osvaldo Aguirre por Diario de Poesía, Sergio Gioacchini por Ciudad Gótica, Jorge Isaías
por La Cachimba, Lucas Mendoza por Cultura Etérea.
Coordina: Federico Ferroggiaro.

“Rosario como escenario”
[19:30 hs.—Sala de Lectura de la Biblioteca Central]
Adriana Astutti "Cómo me hice monja, o la infancia rosarina de César Aira", Julio Cejas,
Sylvia Saítta.
Coordina: Mariana Siciliano.

Brindis de clausura
Los asistentes podrán inscribirse durante las sesiones de las jornadas.
Se entregarán certificados
Para más información, escribir a
letrasencambio@gmail.com
letrasencambio2@gmail.com
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La Literatura de Rosario
Visitá el blog del evento:
http://rosarioensutinta.blogspot.com/
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domingo, 15 de mayo de 2011

Un cuento de Onetti


Un sueño realizado

por Juan Carlos Onetti

(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)


La broma la había inventando Blanes —venía a mi despacho— en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.
La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.
Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.
—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...
Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?
—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.
Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo.
—Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...
Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:
—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?
Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:
—¿Qué?
—Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos?
—No, no son actos.
— O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de...
—No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar.
—Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita...
Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.
—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.
Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:
—¿Comprende?
Pude escarparme porque recordé el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.
Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.
—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.
Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.
—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realtzado...
Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.
Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:
—¡Pero mire un poco ese techo!
Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.
—Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:
—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.
Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:
—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.
Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):
—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.
La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.
—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa.
Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo:
—Claro, con algún dibujo, además, pintado.
Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer pued tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.
Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:
—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?
Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de
espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.
A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerea de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.
—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe.
—Sí, me lo imagino —contesté sin interés.
Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse. Mé siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.
—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.
—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.
Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.
—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.
Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.
La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.
Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonees que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.
Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:
—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia.
Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.

domingo, 8 de mayo de 2011

V FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESÍA (19/05/2011)


V Festival Internacional

Palabra en el Mundo

Altos de Librería Ross

Rosario/Argentina

19 de mayo a las 19,30

Poetas invitados:

Adriana Borga

Clarisa Vitantonio

Federico Rodríguez

Marcelo Juan Valenti

María Ester Mirad

Mariana Vacs

Patricio Raffo

Rubén Echagüe

Músico invitado:

Pablo Palumbo

Organizan:

Ana María Russo, Corina Herrero Miranda,

Florencia Lo Celso, Graciela Aleta de Sylvas, Jorgelina Paladini, Mariana Vacs, Marta Ortiz, Miguel Culaciati, Tona Taleti