viernes, 29 de enero de 2010

J D: SALINGER (1953-2010)


Cuentista y novelista, un grande.
Publicado en EL PAÍS (Madrid), el 28 /01/ 2010:


Para leer, un cuento paradigma del escritor que dibujaba en el aire los detalles, los gestos, las posturas:

Un día perfecto para el pez banana

J.D. Salinger

(EEUU, 1953)

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el tubo del teléfono.
-Hola -dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
-Su llamada a Nueva York, señora Glass -dijo la operadora.
-Gracias -contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
-¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
-Sí, mamá. ¿Cómo estás? -dijo.
-He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
-Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
-¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
-Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde...
-¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
-Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente -dijo la chica-. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
-Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
-Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
-¿Cuándo llegaron?
-No sé... el miércoles, a la madrugada.
-¿Quién manejó?
-El -dijo la chica-. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
-¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
-Mamá -interrumpió la chica-, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
-¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
-Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
-Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
-Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
-Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
-Muy bien -dijo la chica.
-¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
-No. Ahora tiene uno nuevo.
-¿Cuál?
-Mamá... ¡qué importancia tiene!
-Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
-Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 -dijo la chica, con una risita.
-No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
-Mamá -interrumpió la chica-, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
-Tú lo tienes.
-¿Estás segura? -dijo la chica.
-Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
-No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. -¡Pero está en alemán!
-Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia -dijo la chica, cruzando las piernas-. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
-Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. -Un segundito, mamá -dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama-. ¿Mamá? -dijo, exhalando el humo.
-Muriel... mira, escúchame.
-Te estoy escuchando.
-Tu padre habló con el doctor Sivetski.
-¿Ajá? -dijo la chica.
-Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
-¿Y entonces...? -dijo la chica.
-En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
-Aquí en el hotel hay un psiquiatra -dijo la chica.
-¿Quién? ¿Cómo se llama?
-No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
-Nunca lo oí nombrar.
-De todos modos dicen que es muy bueno.
-Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
-Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
-Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
-Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí -dijo la chica-. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
-¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
-Lo usé. Me quemé lo mismo.
-¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
-Me quemé toda, mamá, toda.
-¡Qué horror!
-No me voy a morir.
-Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? -Bueno... sí... más o menos... -dijo la chica.
-¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
-En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. -Bueno, ¿qué dijo?
-¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
-¿Por qué te hizo esa pregunta?
-No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo -dijo la chica-. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
-¿El verde?
-Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
-¿Pero él qué dijo? El médico.
-¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. -Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
-No, mamá. No abundé en detalles -dijo la chica-. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
-¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
-En realidad, no -dijo la chica-. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
-En fin. ¿Y tu abrigo azul?
-Bien. Le aliviané un poco el forro.
-¿Cómo es la ropa este año?
-Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas -dijo la chica.
-¿Y tu habitación?
-Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra -dijo la chica-. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
-Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
-Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
-Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
-Sí, mamá -dijo la chica-. Por enésima vez.
-¿Y no quieres volver a casa?
-No, mamá.
-Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
-No, gracias -dijo la chica, y descruzó las piernas-. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
-Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
-Mamá -dijo la chica-. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
-¿Dónde está?
-En la playa.
-¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
-Mamá -dijo la chica-. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
-No dije nada de eso, Muriel.
-Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
-¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
-No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
-Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
-Lo conoces muy bien -dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas-. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
-¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
-No, mamá. No, querida -dijo la chica, y se puso de pie-. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
-Muriel. Hazme caso.
-Sí, mamá -dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
-Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
-Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
-Muriel, quiero que me lo prometas.
-Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá -dijo la chica-. Cariños a papá -colgó.
-Ver más vidrio (*) -dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá-. ¿Viste más vidrio?
-Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
-En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo -dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter-. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
-Por lo que usted me dice, parece precioso -asintió la señora Carpenter.
-Quédate quieta, Sybil, gatita...
-¿Viste más vidrio? -dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
-Muy bien -dijo. Tapó el frasco de bronceador-. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
-¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? -dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
-¡Ah!, hola Sybil.
-¿Vas a ir al agua?
-Te estaba esperando -dijo el joven-. ¿Qué hay de nuevo?
-¿Qué? -dijo Sybil.
-¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
-Mi papá llega mañana en avión -dijo Sybil, pateando la arena.
-No me tires arena a la cara, nena -dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil-. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
-¿Dónde está la señora?
-¿La señora? -el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo-. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
-Pregúntame algo más, Sybil -dijo-. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
-Este es amarillo -dijo-. Es amarillo.
-¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
-Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
-¿Vas a ir al agua? -dijo Sybil.
-Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. -Necesita aire -dijo.
-Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer -retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena-. Sybil -dijo-, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti -estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil-. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
-Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano -dijo Sybil.
-¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
-Bueno -dijo-. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
-Sí que podías.
-!Ah!, no. No era posible -dijo el joven-. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
-¿Qué?
-Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
-Vamos al agua -dijo.
-Bueno -replicó el joven-. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
-La próxima vez, sácala de un empujón -dijo Sybil.
-¿Que saque a quién?
-A Sharon Lipschutz.
-¡Ah!, Sharon Lipschutz -dijo él-. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos -repentinamente se puso de pie y miró el mar-. Sybil -dijo-, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
-¿Un qué?
-Un pez banana -dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
-Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana -dijo el joven. . -¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
-No sé -dijo Sybil.
-Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
-Whirly Wood, Connecticut -dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. -Whirly Wood, Connecticut -dijo el joven-. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
-Ahí es donde vivo -dijo con impaciencia-. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
-No te imaginas cómo eso aclara todo -dijo él.
Sybil soltó su pie: -¿Has leído El negrito sambo? -dijo.
-Es gracioso que me preguntes eso -dijo él-. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche -se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil-. ¿Qué te pareció? -le preguntó.
-¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
-Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
-No eran más que seis -dijo Sybil.
-¡Nada más que seis! -dijo el joven-. ¿Y dices nada más?
-¿Te gusta la cera? -preguntó Sybil.
-¿Si me gusta qué? -dijo el joven.
-La cera.
-Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. -¿Te gustan las aceitunas? -preguntó.
-¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
-¿Te gusta Sharon Lipschutz? -preguntó Sybil.
-Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
-Me gusta masticar velas -dijo ella por último.
-¡Ah!, ¿y a quién no? -dijo el joven mojándose los pies-. ¡Caracoles! Está fría. -Dejó caer el flotador en el agua-. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
-¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? -preguntó.
-No me sueltes -dijo Sybil-. Sujétame, ¿quieres?
-Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo -dijo el joven-. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
-No veo ninguno -dijo Sybil.
-Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
-Llevan una vida muy triste -dijo-. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
-Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas -empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte-. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
-No vayamos tan lejos -dijo Sybil-. ¿Y qué pasa después con ellos?
-¿Qué pasa con quiénes?
-Con los peces banana.
-Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
-Sí -dijo Sybil.
-Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
-¿Por qué? -preguntó Sybil.
-Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
-Ahí viene una ola -dijo Sybil nerviosa.
-La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia -dijo el joven-, como dos engreídos. -Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: -Acabo de ver uno.
-¿Un qué, mi amor?
-Un pez banana.
-¡No, por Dios! -dijo el joven-. ¿Tenía alguna banana en la boca?
-Sí -dijo Sybil-. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
-¡Eh! -dijo la propietaria del pie, volviéndose.
-¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
-¡No!
-Lo siento -dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
-Adiós -dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. -Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
-¿Cómo dice? -dijo la mujer.
-Dije que veo que me está mirando los pies.
-¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso -dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
-Si quiere mirarme los pies, dígalo -dijo el joven-. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
-Déjeme salir, por favor -dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
-Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas -Ortgies calibre 7.65-. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.


(*) Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).

sábado, 16 de enero de 2010

continuación de LAS HOJAS DE OTOÑO




- Creo que me está gustando Vicky – dijo Iván, en la cena.
Eugenio tosió secamente, Lucy lo miró sin pestañear y después, ambos se miraron. Tantos años hacía que estaban juntos, no necesitaban hablar para entenderse.
- Si no es para ocupar el lugar de tu hermano, está bien - dijo Eugenio, finalmente.
- Es… un poco raro, Ivy. Y muy pronto para reconocerlo así nomás. Deberías dejar pasar un poco el tiempo, es normal que gustes de alguna chica, pero ¿por qué justamente ella?
Eso era lo que Iván se preguntaba, ¿por qué ella?
- Solamente lo van a saber ustedes. Nadie más. Ni siquiera ella. Está saliendo ahora con otro y yo ni siquiera existo.
- No digas eso. Basta de subestimarte en esa forma. Deberías tratar esto con el psiquiatra.- La nona lo observaba severamente, por encima de sus lentes.
Iván se rió.
- No confío en él.
- Si querés llegar a algún resultado, vas a tener que hacerlo. Si no, buscate otro – Lucía lo estaba mirando, disimulando muy mal su preocupación.
- Chía, voy a tomar mi pastilla. Me olvidé esta mañana.
- ¡No deberías olvidarte! El médico te dijo….- la nona dejó a un lado el problema de su nieto para seguir al abuelo al dormitorio y asegurarse que tomara la pastilla.
Iván se quedó mirando su plato.
- Vicky? ¡Me persiguió tanto que al fin le di el gusto! Es interesante y divertida, cuando no se pone pesada con eso del amor para siempre… - Fede se rió con ganas al confiarle esto, hacía una eternidad de dos meses.
- Yo no quiero ninguna novia- había dicho él – Ni bien les das alguna importancia, tratan de manejarte en todo. ¡Hasta llegan a elegirte los amigos!
- Yo no le doy bola en nada. Si le gusta bien. Si no…. – y Fede hizo un gesto como que podía sacársela de encima en cualquier momento.
Aquella conversación lo había disgustado mucho, no sabía por qué. Hacía años que los hermanos no se confiaban nada e Iván creyó que se sentiría muy orgulloso de que su hermano le hablara de igual a igual y no como un chico fastidioso.
La abuela volvió, pero no volvieron a tocar el tema. Estaba muy preocupada, Genito no se sentía bien.


- ¡Doc, tengo que verlo ya mismo!
Del otro lado de la línea se oyó un bostezo desganado.
- ¿Quién es?
- Soy Iván, lo he visto hace dos días,¿ ya no me recuerda??
- Sí, Ivy, pero tené compasión, son las seis de la mañana ¡Y es domingo!
- Es ahora o nunca. Usted dijo que podía llamarlo en cualquier momento.
- Cierto. Dame media hora, ¿Sí? Nos encontramos en el consultorio.


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Nunca lo había visto con un aspecto tan deplorable. Ojeras, ojos enrojecidos como si hubiera llorado mucho tiempo, una barbita incipiente, la ropa ajada y oliendo a alcohol. Pero no borracho.
El Dr. Zimmer abrió el consultorio rezumando tranquilidad y no se molestó en decir ni preguntar nada. Se sentó despaciosamente en su sitio, acomodando su ancho trasero, y lo miró sin ningún apuro.
- ¿Cómo puede estar tan tranquilo? ¡el mundo se derrumba, se acaba y usted solamente piensa en acomodarse en la silla!
El Dr. Zimmer sonrió, sin decir nada.
- ¡Vamos, diga algo, pecho frío!!
- Estoy esperando que me cuentes, Ivy. Para eso estoy aquí. En cuanto a los mundos que se derrumban, será el tuyo, no el mío. Por eso puedo ayudarte. Si nuestros mundos se derrumbaran juntos… ¿Qué podríamos hacer?
Iván suspiró, aspirando una gran bocanada de aire.
- Ya nada me importa. Pero tomé una de sus pastillas antes de intentar suicidarme de nuevo. Y también decidí hablar con usted.
- Nadie puede impedirte que te suicides. Ni yo, ni tus padres, ni tus abuelos ni ningún psiquiátrico por bueno que sea. Solamente vos.
- Mi abuelo menos. Murió anoche.
Por primera vez, el médico pareció desconcertado.
- Lo lamento, lo lamento en el alma.
- El significaba mucho para mí. Era mi apoyo, mi cable a tierra. Ahora no queda nadie en quien apoyarse. Mi abuela está destrozada, la pobre, mi mamá, bueno, ya sabe, mi papá nunca se llevó bien con su padre….
- No es menos doloroso por eso, pero la muerte de una persona anciana es algo esperable, Ivy. Tarde o temprano tenía que pasar.
- ¡Sí, pero no ahora! ¡No ahora!- y empezó a llorar rabiosamente.
Samuel se quedó callado, esperando que pasara el ataque.
- A usted no le importa nada – volvió a repetir Iván, cuando se tranquilizó un momento- Debe ser porque es judío.
El médico sonrió, sin alterarse.
- Estoy acostumbrado a que me vean todos los defectos porque soy judío.
- ¿Usted cree en Dios?
- Hay que ser muy estúpido para no creer.
- Cree que hay una vida después de la muerte?
- Creo que los sentimientos no mueren nunca. Muere la carne, muere lo que vemos. El amor, las acciones del amor, siguen viviendo con Dios. Es el único lazo que nos queda con las personas queridas.
- Tampoco mueren los sentimientos malos?
Samuel asintió, ignorando dónde quería llegar.
- Entonces mi hermano sigue odiándome.
- Por qué?
- Por que….no, no puedo contarlo.
- Es el mejor momento para hacerlo.
- No puedo.
- ¡Sí, podés!!! ¡Vamos!!
Como si se tratara de una carrera a ganar, Samuel lo alentaba, sabiendo que no habría un momento mejor.
- Nunca salíamos juntos – empezó Iván con voz insegura – Pero ese día era el cumpleaños de un amigo de Fede y su hermano es muy amigo mío y me invitó especialmente. Fede no pudo decir que no. Había mucho alcohol y también marihuana. Yo le dije a Fede que no tomara tanto, que él manejaba, yo no podía hacerlo porque no tengo todavía carnet. El se rió de mí, como siempre, y me echó, me dijo que me fuera con mi amigo y no lo molestase.
Iván se detuvo y Samuel gritó otro ¡Vamos!
- Aunque había tomado mucho, manejaba muy bien, yo no sentí miedo. Pero cuando pasamos al lado de la laguna, se nos cruzó un hombre en bicicleta. Un vigilador del country. Nos habíamos metido por ahí para acortar camino, ¿entiende? Fede me contó que siempre lo hacía. Lo quiso esquivar para salir rajando y no sé cómo, terminamos en la laguna. Las ventanillas iban abiertas y se llenó de agua enseguida, mientras nos hundíamos como piedra.
Iván se calló otra vez, con los ojos desorbitados, a punto de romper a llorar de nuevo.
El médico gritó otra vez, llamándolo cobarde y llorón
- Solté mi cinturón, Fede no lo tenía puesto. Salí por la ventanilla, antes que me estallaran los oídos, y vi que Fede se quedaba en el asiento. Traté de sacarlo, se lo aseguro, pero estaba atascado con el volante y él no ayudaba en nada. Creo que estaba desmayado. Sé que no murió enseguida. Tenía agua en los pulmones. Yo no daba más y salí a la superficie. Estábamos bastante lejos de la orilla, el auto debe haber volado, no sé. Traté de sumergirme de nuevo, pero ya no pude llegar. Grité, pedí ayuda, pero no había nadie. El vigilador se había ido a a llamar una ambulancia. Y esos minutos preciosos, los pasé sin hacer nada, flotando, mientras mi hermano se moría ahogado. No sé porqué no me morí yo también. ¿Por qué? ¿Por qué tuve que seguir viviendo?
Samuel lo encaró con ferocidad, sacudiéndolo por los hombros, como si pretendiera hacerle entender a los golpes.
- ¿Por qué, por qué??? Contestalo vos, nadie puede hacerlo por vos.
- Yo… no estaba borracho ni drogado.
- Por qué no lo hiciste?
- Porque… no quería perder el control. Cuando los vi haciendo y diciendo cualquier cosa, me di cuenta que no quería ser uno de ellos. Yo siempre admiré y envidié a mi hermano. Pero esa noche…
- Vamos, qué pasó esa noche?
Iván se quedó mirándolo, reuniendo fuerzas.
- Violaron a una de las amigas de Vicky, que estaba completamente de vuelta. Ella también estaba, pero había tomado demasiado y no entendía lo que pasaba. Me di cuenta de que la próxima era ella y la encerré en el baño, no podía soportar ese espectáculo. Mi hermano me puteó y trató de pegarme y yo me escapé al jardín, con la llave escondida. Después, se olvidaron y antes de irnos, yo fui a sacar a Vicky.
- No quisiste perder el control. Eso demuestra mucha fortaleza.
- No explica porqué sigo viviendo.
- Ah, no? Tengo que decirlo yo? ¡Fuiste el más fuerte! Y el más sensato. Por eso sobreviviste. No hay ninguna culpa en eso.
Iván se puso a llorar, en silencio. Era un mezcla de alivio, de pena, de honda desilusión.
El médico le acarició suavemente la cabeza.



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Iván se había sentado al lado del cajón que contenía los restos de su abuelo. Dentro de poco, vendrían los de la funeraria a cerrar definitivamente el cajón y él miraba la cara de su abuelo para no olvidarla, como le había pasado con su hermano. No había querido mirarle la cara de muerto y ahora encontraba difícil recordarlo, aunque, curiosamente, no había olvidado las pocas conversaciones que había tenido con él.
Se sentía observado y levantó la vista. Allí estaba Vicky, pálida y temerosa, como sin saber qué hacer, con la vista clavada en él. Ella se acercó lentamente, animada por su mirada conciliadora.
- Lo lamento, Ivy. Sé que significaba mucho para vos. Fede…- se cortó preguntándose porqué tenía que mencionar a Fede en ese momento.
- Qué ibas a decir?
- Nada, nada.
Hubiera sido de muy mal gusto mencionar que Fede siempre se había burlado del afecto que sentía Ivy por el abuelo.
- Es difícil olvidar a Fede, ¿no es cierto?
Vicky miró el techo.
- No sé. A veces lo recuerdo bien. Otras veces me cuesta recordar su cara.
- No hagas caso de mamá. Está muy ofendida porque estás saliendo con otro chico. Lo que es normal y comprensible para cualquiera para ella es un atentado contra el recuerdo de su hijo. Era su preferido.
Los de la funeraria habían llegado para cerrar el cajón. Ivy clavó los ojos en la cara del abuelo, afilada y pálida de muerte.
- A Fede nunca lo miraste así – susurró Vicky.
Ivy no contestó. Vicky había estado enamorada de Fede y nunca comprendería.

SILVIA PAVIA
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sábado, 9 de enero de 2010

PRESENTACIÓN DE "EL LIBRO DE LOS TALLERES", VOL. VII


En el museo MITRE, San Martín 336, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se presentó el 18 de diciembre de 2009, coordinado y compilado por Sabrina Vega, el volumen VII de EL LIBRO DE LOS TALLERES, novedad editorial inciciada en 2008 que corresponde a la iniciativa de editorial DUNKEN, (Buenos Aires, 2009).
El taller ÓPERA PRIMA presentó trabajos originales de seis de sus talleristas:
  • Graciela Balbi de Didier, Tornado
  • Liliana Berli, Lola
  • Silvia Cerejido, Te quiero a mi lado
  • Elisa de Seta, Muerte virtual
  • Olga Merlo, Mentirosa primavera
  • Isabel Sagarevich, No siempre se ve igual
SILVIA CEREJIDO fue en esta ocasión la delegada del taller, para asistir al acto de presentación de EL LIBRO DE LOS TALLERES, vol. VII.

Carta de la coordinadora, a propósito de la presentación de EL LIBRO DE LOS TALLERES, VOLUMEN VII:


La coordinadora y talleristas del taller Ópera Prima de Rosario, agradecen a Editorial Dunken y a la paciente y esmerada coordinación de Sabrina Vega, su participación en el VII volumen de El libro de los Talleres. No es la primera vez, otros autores de nuestro taller integraron el III volumen de este libro que es uno y múltiple, compuesto de muchos tomos, y que por esa misma razón se asemeja al libro infinito que Borges soñó, cuyas páginas -se sabe- nunca acabarán de escribirse. Libro que se ha empeñado en trazar un mapa minucioso –idea absolutamente original y única en su tipo- de los muchos e imprescindibles talleres de escritura que funcionan en el país y también fuera de sus límites. Como ya lo expresamos cuando se presentó el III volumen, creemos que un taller es una reunión de gente –podríamos decir –“bizarra”, cuyo estilo no es precisamente la ortodoxia, sino todo lo contrario. Se trata de seres audaces que suelen entregarse tanto a sus prácticas mágicas como al trabajo duro y constante con la misma obstinación, utilizando para tal fin un material de consistencia por igual frágil y resistente: la palabra. Sabemos que a veces hay que perseguirla, incluso atraparla como a la mariposa en la red. Pero eso no detiene el tejido que se está creando. La combinación de práctica mágica y trabajo regular a la que se agrega la lectura persistente de los grandes maestros de la literatura, suele producir páginas únicas que, ansiosos, buscamos compartir, en primer término con nuestros pares y luego, publicación anual mediante, con los lectores que exceden el límite del taller. Reunidos semanalmente en torno a la mesa de un bar, provistos de café y libros y papeles escritos o en blanco, nos entregamos a cada sesión como quien se entrega a un acto sagrado. Parte de la producción de este año integra esta nueva entrega de El Libro de los Talleres. Para que el círculo pueda cerrarse. Para que el lector pueda acceder a la letra que otro escribió tanto para sí mismo como para el otro. Para que se extienda a lo largo y a lo ancho el maravilloso tapiz que ha tejido la letra-hilo de tantos autores- magos -prestidigitadores de la palabra, palabra que El LIBRO DE LOS TALLERES contribuye a difundir. Por tan sólida y hermosa iniciativa: presentar ese gran tapiz al mundo lector, muchísimas gracias... Marta Ortiz