martes, 1 de noviembre de 2011

PARÁBOLA DEL TRUEQUE (CUENTO)

Parábola del trueque

por Juan José Arreola


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
-¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
Fuente, Ciudad Seva

El gato negro (cuento)

Escena de The blag cat, film de Edgar Ulmer, 1934, en el sótano (a propósito del texto leído ayer en el taller de escritura, Muñecas, de María Negroni):


El gato negro
por Edgar Allan Poe
(traducción de Julio Cortázar)
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!
traducción, Julio Cortázar]
Fuente: Ciudad Seva:


lunes, 10 de octubre de 2011

Tomas Tranströmer (Estocolmo, Suecia, 1931)


Premio Nobel de Literatura 2011 para el poeta sueco Tomas Trantrömer

Grandes cosas con palabras pequeñas

La figura del Nobel Tomas Transtörmer, vista por uno de sus principales traductores al castellan, Roberto Mascaró

Después de pacientes años de espera para todos los que lo rodeamos, Tomas recibe el Nobel. Para mí ha sido una gran alegría, acompañada por un sentimiento de justicia, ya que mi intuición me ha dicho siempre que Tranströmer expresa grandes cosas con palabras pequeñas.

Siempre me ha asombrado la serenidad y libertad con que critica a su propio país

Desde que Tomas sufriese un ataque cerebral, su comunicación con el mundo se realiza gracias a la única persona que lo entiende, su esposa Mónica. Hasta ha sido posible entrevistarlo detalladamente, y siempre ha respondido a las preguntas que le ha interesado responder. Y también ha estado activo en el arte, a través de los conciertos de piano de obras para la mano izquierda que Tomas ha seguido brindando, con su constante buen humor y su tranquilidad asombrosa. Creo que hoy, cuando recibe el Nobel (seguramente con su risa cascada e infantil) hay que hacer justicia también a Mónica, que ha sido su mágica intérprete durante estos años. Sin ella, no hubiésemos sabido casi nada de lo que pasa en la mente misteriosamente "bloqueada" del poeta...

Cuando los conocí, Mónica trabajaba como enfermera en un centro de refugiados de Suecia. Allí, los Tranströmer conocieron a familias uruguayas y chilenas que llegaban en los años 70 para rehabilitarse de las torturas recibidas en sus propios países. Hablábamos a menudo de Uruguay. Ellos siempre se asombraban mucho de que en un país de tradición democrática gobernasen los militares, unidos a los civiles arribistas y despóticos, con crueldad extrema, con las consecuencias físicas y psíquicas que Mónica se ocupaba en mitigar en su trabajo cotidiano. Ambos se asombraban de que los militares, con la excusa de combatir el terrorismo, tuviesen a la población secuestrada y sometida al terrorismo de estado durante tantos años. Entendían, a la vez, que los militares se mantuviesen en el poder solamente con la ayuda de ese terror que ejercían, sin el más mínimo apoyo popular.

He sido amigo personal de los Tranströmer durante algunos años. Tomé contacto con Tomas al año de haber llegado a Suecia. Hace más de treinta años lo llamé una noche por teléfono, sin conocerlo, para contarle que había traducido un poema suyo y que deseaba enviarle una copia. Yo era un poeta incipiente y extranjero y no había practicado lo que yo llamo el arte de la traducción. Él no conocía el castellano, ni la poesía hispanoamericana (fuera de las obras de García Lorca, Vallejo, Borges, Neruda y García Márquez) pero su respuesta fue amistosa y natural: me expresó gratitud por el interés manifestado por su poema. Yo tenía la impresión de que sus poemas se prestaban para versiones que realmente fuesen reescrituras y no simples transcripciones Esta era para mí una manera fascinante de emprender mi viaje hacia el corazón del idioma sueco; viaje que, hoy en día, está aún muy lejos de haber terminado. Unos días después de mi llamada llegó Tomas a mi casa, en el barrio obrero-estudiantil de Estocolmo, Södermalm. A pocas cuadras estaba ubicada la Editorial Nordan, creada por uruguayos, que presentó en los años 80, entre otras cosas, una novela de Juan Carlos Onetti en sueco; y más allá, el boliche uruguayo Cono Sur, donde cantaron por aquellos años, entre muchos otros músicos sudamericanos, Los Olimareños y Susana Rinaldi. Nosotros, un grupo de refugiados, lanzábamos la revista Saltomortal. Tomas me contó que Södermalm era su barrio de infancia; de niño, había estado jugando en las calles cercanas a mi departamento de Bondegatan: es decir, en mi barrio de adopción. Me pareció una coincidencia bastante asombrosa; especialmente porque yo ambicionaba transformarme en su álter ego en castellano. Le hizo mucha gracia que yo viviese sin agua caliente ni lavadero en mi anticuado departamento (yo me bañaba en una enorme olla que calentaba en el gas de la cocina) en el país del confort. Lo convidé a comer asado hecho en la estufa a leña de cerámica, que era a la vez mi calefacción: mi kakelugn. Así, Tomas tuvo la oportunidad de presenciar otra vez un modo de vida que en los años 40 era seguramente muy extendido y normal, y de esa manera realizó una especie de visita al museo de su propia vida. Nuestra relación siguió con visitas mutuas esporádicas, noches de grillos y vino tinto en los jardines estivales de Suecia, noches en las que no hablábamos de nada especial, pero compartíamos todo. Todo ello resultó en que, con el tiempo, me transformase en su amigo y traductor al castellano.

Extremadamente sencillo, de pocas palabras, de risa fácil, conocedor de la vida y de muchas regiones del mundo, respetuoso de todas las culturas y posturas. Ha ejercido la poesía con orgullo pero sin ostentación alguna, sin complejos ni culpas y también sin exigir privilegios por haber sido uno de los poetas más nombrados y traducidos del planeta. Siempre me ha asombrado la serenidad y libertad con que critica a su propio país, siendo a la vez un sueco tan integrado, tan favorecido por su prestigio, tan normal. Sobre todo ha criticado la destrucción de la sociedad sueca humanista en la que él se formó a favor de una vaciedad funcionalista que detesta. Un día, mostrándome una zona de depósitos y fábricas, me contó que allí había estado la ciudad vieja de Västerås (en una época capital del reino), que habían demolido siguiendo la planificación correspondiente. Cuando le pregunté el sentido de la tropelía urbanística, me respondió: "Lo hicieron para eliminar todo signo de humanidad". Me llamaron la atención las palabras, pronunciadas con su inalterable buen humor, sin amargura, pero llenas de una crítica implacable y exentas de odio.

Al mismo tiempo, yo he sentido en él siempre al místico sin dios a la vista y al misionero (aunque jamás me habló de su trabajo en las cárceles y en los hospicios) que también aparece con nitidez y altura incomparables en sus poemas. Y habló siempre de su poesía sin citar escuelas ni fórmulas (salvo los maestros griegos) con una llaneza digna de artesano fino.

Tomas me confesó, apenas nos conocimos, que su gran capricho era conocer Montevideo, la ciudad donde había nacido Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont. A mí me hubiese gustado y me sigue gustando que pueda algún día ver jugar a Peñarol, que es poesía en movimiento...

Y, para mérito de mi ciudad natal, Montevideo, hoy ya hace tiempo liberada del oprobio dictatorial, se publicaron allí sus Haikus y otros poemas en 2003, aún antes de que se publicasen en su lengua original en Suecia.

Toda traducción implica cierta degradación del texto original; especialmente cuando se trata de poesía, esa modalidad tan concentrada y a la vez abierta del lenguaje.

Traducir es en mayor o menor medida recrear, vestir los significados con nueva ropa ­-con la ropa de la lengua a la que se vierte el texto- y ello implica desnudar o desmontar y por cierto en ocasiones violar (omitiendo o agregando) el original. Tal vez se pueda describir el proceso de este modo: se somete al texto y su sentido esencial a sutiles pruebas y confrontaciones, hasta que los significados se hacen flexibles, manipulables, transportables, por así decirlo. Pero, no existe una poesía que se pueda reducir a significados, a ideas, a abstracciones. Toda poesía se funda en el lenguaje. Y, más allá: todo poema está escrito en una lengua específica. Por esto, una vez conocido e interpretado el original, después de leer varias veces el texto sueco, comienza el proceso de exploración o viaje al "centro mismo" del poema, eso que queda (o no queda) en el lector después de la lectura. Solo al final de este proceso sabemos si este puede llegar a existir en otra lengua. A esta altura, las preguntas que suele hacerse el traductor son: "¿Es comprensible el poema (su tema, sus motivos, sus imágenes) para el lector? ¿Se mantiene el sentido? ¿Es posible elaborar un ritmo que al menos recuerde el ritmo del original? ¿Hay aspectos que se verán favorecidos por la otra lengua?". Recién después de responder a estas y a muchas otras preguntas llega el momento de volver a escribir, transcrear o travestir el poema al castellano, creando así un texto nuevo, que no sustituye al original, pero puede guiarnos hacia él, hacia su sentido esencial. Como dice Walter Benjamin, hay que dejar que la fuerza del idioma original penetre la lengua de recepción, yo agregaría con cierta crudeza.

Mis versiones no pretenden ser más que eso: versiones, posibilidades, equivalencias, aproximaciones, recreaciones, reescrituras, travestidos.

Todo esto he tratado de expresar con este trabajo de largos años, y espero que sea un placer para el público hispanohablante encontrarse con este gran poeta, un justo premio Nobel. Siempre he afirmado que mis traducciones son como obras propias, y así lo siento. Es una manera de ser poeta por partida doble, de agrandar los horizontes de la poesía, que no tiene dueño.

Y last but not least, España tiene que agradecer a Diego Moreno, de Ediciones Nórdicas, por su intuición de editor, que ha publicado recientemente estos dos magníficos volúmenes, que reúnen los poemas completos del poeta.

Roberto Mascaró es traductor de Tomas Tranströmer.

link:
http://www.elpais.com/solotexto/articulo.html?xref=20111006elpepucul_12&type=Tes

domingo, 18 de septiembre de 2011

UNIPERSONAL DE MÓNICA ALFONSO (SEPTIEMBRE)

XIX FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESÍA DE ROSARIO



PROGRAMACIÓN COMPLETA

MIÉRCOLES 21

Bar Pasaporte

La previa

23.00

Ana María Falconí (Perú), Luis Felipe Fabre (México), Niels Frank (Dinamarca), Felipe García Quintero (Colombia), Jessica Freudenthal (Bolivia), Laura Solórzano (México), Nora Hall (Rosario), Sonia Scarabelli (Rosario), Amanda Poliester (Rosario)

Coordina: Alejandra Méndez


JUEVES 22


CC PARQUE DE ESPAÑA

Túnel 3

18.00

Apertura de la feria de editoriales

Teatro Príncipe de Asturias

18.30

Palabras inaugurales de Martín Prieto (Director del CC Parque de España), Horacio Ríos (Secretario de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario), Chiqui González (Ministra de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe)

19.00

Lectura

Hugo Gola (Santa Fe)

19.30

Lectura

Carolina Musa (Rosario), Fernando Acosta (Formosa), Santiago Alassia (Rafaela)

Túnel 4

19.30

Raúl González Tuñón en España

Diálogo de Julia Miranda y Adriana Astutti

20.30

Lectura

Leonel Lienlaf (Chile) y Nicole Brossard (Canadá)

21.00

Teatro

Tejido abierto/Tejido Beckett, dramaturgia y dirección de Jorge Eines, sobre textos y personajes de Samuel Beckett

CC BERNARDINO RIVADAVIA

Sala Olga Cossettini (entrepiso)

19.00

Lectura

Liliana Ancalao (C. Rivadavia), Juan Dicent (R. Dominicana), Ana María Falconí (Perú), Felipe García Quintero (Colombia)

20.00

Recital musical

Alejandro Balbis (Uruguay)


Biblioteca Argentina Dr. Juan Álvarez

10.00

Clínica de poesía a cargo de Damián Ríos

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OTROS ESPACIOS

La Granja de la Infancia

10.00

Cuentos y susurros

Jessica Freudenthal (Bolivia)

Coordina: Equipo del Tríptico de la Infancia

Colegio Internacional Parque de España

11.00

Poeta en la escuela

Carlos Pardo (España) y Laura Solórzano (México)

Coordina: Virginia Russo

CMD Sur “Rosa Ziperovich”

15.00

Trueque de lectura

Mayra Oyuela (Honduras) y alumnos del taller

Coordina: Lidia García

Instituto de Recuperación de Mujeres de Rosario Unidad 5

16.00

Entrevista a Edgar Pou (Paraguay)

Programa de radio a cargo de las internas (Aire libre, 91.3)

Coordina: Graciela Rojas (ONG: Mujeres tras las rejas)

Asociación Vecinal Güemes

17.00

Lectura en la vecinal

Luis Felipe Fabre (México) y Florencia Milito (Rosario/EE.UU.)

Coordina: Gabriela Giosa y Ana Alzugaray

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Ivan Rosado

23.00

Lectura y performance

Fernanda Laguna (Buenos Aires), Marina Yuszczuk (Bahía Blanca), C. Monti (La Paz), Paula Soruco (Jujuy), Lalo Barrubia (Uruguay/Suecia), Damián Ríos (Buenos Aires)

Coordinan: Ana Wandzik y Maximiliano Masuelli

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Jeckyll Hyde CafePub

23.00

Micrófono en mano

Elena Anníbali (Oncativo), Victoria D’Antonio (San Marcos Sierras), Edgar Pou (Paraguay), José Villa (Buenos Aires), Natalia Litvinova (Bielorrusia/Buenos Aires), Carlos Pardo (España)

Coordina: Alejandra Méndez

VIERNES 23


CC PARQUE DE ESPAÑA

Túnel 4

17.00

Ferias y editoriales independientes

Miguel Angel Petrecca (Gog y Magog, Argentina), Fernando Acosta (Ñasaindy, Argentina), Edgar Pou (Felicita Cartonera, Paraguay), Gustavo Wojciechowski (Yaugurú, Uruguay)

Coordina: Gervasio Monchietti (Tropofonía, Rosario)

Teatro Príncipe de Asturias

18.00

Lectura

Julia Sarachu (Buenos Aires), Fabián Iriarte (Mar del Plata), Jana Putrle Srdić (Eslovenia)

19.00

Lectura

Elena Anníbali (Oncativo), C. Monti (La Paz), Marina Yuszczuk (Bahía Blanca), Fernanda Laguna (Buenos Aires)


Túnel 4

18.30

Diálogo sobre Carlos Mastronardi

Claudia Rosa con Agustín Alzari

19.30

Diálogo sobre Jorge Leonidas Escudero

Javier Cófreces y Diego Colomba

20.00

Lectura

Luis Felipe Fabre (México), Luis Chaves (Costa Rica), Florence Pazzottu (Francia)

21.00

Lectura

Paula Soruco (Jujuy), Mayra Oyuela (Honduras), Natalia Litvinova (Bielorrusia/Buenos Aires), Rosa Chávez (Guatemala)

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CC Bernardino Rivadavia

Sala Olga Cossettini (entrepiso)

19.00

Lectura

Niels Frank (Dinamarca), Carlos Pardo (España), Richard Gwyn (Gales), Markus Hediger (Suiza)

20.00

Recital musical

Leo Masliah (Uruguay)

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UNIDAD DE DETENCIÓN Nº III

10.00

Encuentro en la Unidad III

Poetas invitados del Festival e integrantes del taller literario coordinado por Susana Valenti

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Biblioteca Argentina Dr. Juan Álvarez

10.00

Clínica de poesía a cargo de Damián Ríos

18.00

Tributo a Raúl González Tuñón

“Los cuentos nos quedan bien”, a cargo del voluntariado de lectura La Hora del Cuento que coordina Mónica Alfonso

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OTROS ESPACIOS

La Granja de la Infancia

10.00

Cuentos y susurros

Carolina Musa (Rosario)

Coordina: Equipo del Tríptico de la Infancia

CMD Sudoeste

10:00

Encuentro con poetas

Victoria D’Antonio (San Marcos Sierras) y Ana María Falconí (Perú)

Coordinan: Guillermo Martínez y Gabriela Giosa

Instituto Politécnico Superior “Gral. San Martín”

10.30

Poeta en la escuela

Luis Chaves (Costa Rica)

Coordina: Marcela Armengod

Colegio San Bartolomé de Rosario

11.00

Poesía y traducción

Daniel Samoilovich (Buenos Aires), Markus Hediger (Suiza), Fabián Iriarte (Mar del Plata)

Coordina: Paola Piacenza

Museo Municipal de Arte Decorativo Firma y Odilo Estévez

11.00

Antología personal

Mercedes Roffé (Buenos Aires/EE.UU.), Laura Solórzano Pérez (México), Richard Gwyn (Gales)

Coordina: Susana Rosano

CC El Obrador (Barrio Toba)

15.00

Encuentro con poetas

Leonel Lienlaf (Chile) y Liliana Ancalao (Comodoro Rivadavia)

Coordinan: Marcela Valdata y Ruperta Pérez

Biblioteca Pública Municipal “José Manuel Estrada”

15.00

Diálogo en la biblioteca

José Ángel Cuevas (Chile)

Coordina: Lidia García

CMD Oeste “Felipe Moré”

Escuela N° 514

15:30

Poetas en la escuela

Carina Radilov Chirov (Sunchales) y Natalia Fortuny (Buenos Aires)

Coordinan: Federico Tinivella y Lena Pino

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Centro Cultural Lapacheta

23.00

Micrófono en mano

Jana Putrle Srdić (Eslovenia), Juan Dicent (R. Dominicana), Tomás Watkins (Neuquén), Mayra Oyuela (Honduras), Brane Mozetič (Eslovenia), Santiago Alassia (Rafaela)

Coordina: Alejandra Méndez


SÁBADO 24

CC BERNARDINO RIVADAVIA

Plaza Montenegro

11.00 a 13.00

Maratón de poesía

Con la participación de todos los poetas extranjeros, nacionales y locales invitados al Festival

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CC PARQUE DE ESPAÑA

Túnel 4

17.00

Panoramas de poesía latinoamericana

Leonel Lienlaf (Chile), Jessica Freudenthal (Bolivia), Luis Chaves (Costa Rica), Luis Felipe Fabre (México)

Coordina: Cristian De Nápoli


Teatro Príncipe de Asturias

18.00

Lectura

Florencia Milito (Rosario/EE.UU.), Carina Radilov Chirov (Sunchales), Victoria D’Antonio (San Marcos Sierras), Natalia Fortuny (Buenos Aires)


Túnel 4

18.30

Entrevista

Hugo Gola en diálogo con Diego Colomba

19.30

Entrevista

Nicole Brossard en diálogo con Sara Cohen

19.00

Lectura

José Ángel Cuevas (Chile)

19.30

Lectura

Nora Hall (Rosario), Liliana Ancalao (C. Rivadavia), Markus Hediger (Suiza)

20.30

Lectura

Daniel Samoilovich (Buenos Aires), Carlos Pardo (España), Niels Frank (Dinamarca)

21.30

Lectura

Damián Ríos (Concepción del Uruguay/Buenos Aires), Juan Dicent (R. Dominicana), Lalo Barrubia (Uruguay/Suecia)

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Biblioteca Argentina Dr. Juan Álvarez

10.00

Clínica de poesía a cargo de Damián Ríos

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OTROS ESPACIOS

CMD Noroeste “Olga y Leticia Cossettini”

16.00

Encuentro con poetas

Rosa Chávez (Guatemala) y Gustavo Wojciechowski (Uruguay)

Coordinan: Marcela Prosperi y Fabricio Simeoni

Alianza Francesa de Rosario

18:30

Lectura y charla

Florence Pazzottu (Francia)

Coordina: Frédéric Davanture


DOMINGO 25

CC PARQUE DE ESPAÑA

Teatro Príncipe de Asturias

17.00

Lectura

Brane Mozetič (Eslovenia), Richard Gwyn (Gales), Tomás Watkins (Neuquén)

Túnel 4

17.30

Entrevista

Daniel Samoilovich en diálogo con Irina Garbatzky

18.30

Entrevista

José Ángel Cuevas en diálogo con Cristian De Nápoli

18.00

Lectura

Amanda Poliester (Rosario), Jessica Freudenthal (Bolivia), Edgar Pou (Paraguay), Felipe García Quintero (Colombia)

19.00

Lectura

Irma Marc (Corral de Bustos), Gustavo Wojciechowski (Uruguay), Mercedes Roffé (Buenos Aires/EE.UU.)

20.00

Lectura

Sonia Scarabelli (Rosario), José Villa (Buenos Aires), Ana María Falconí (Perú), Laura Solórzano (México)



LUNES 26 Buenos Aires


Centro Cultural de la Cooperación

19.00

Lectura en Buenos Aires

Florence Pazzottu (Francia), Niels Frank (Dinamarca), Juan Dicent (R. Dominicana), Felipe García Quintero (Colombia), Laura Solórzano (México), Rosa Chávez (Guatemala)

domingo, 28 de agosto de 2011

ANTOLOGÍA VIRTUAL: LA CASA

Graciela Mitre y Marta Ortiz participan en la hermosa y completa ANTOLOGÍA VIRTUAL COORDINADA POR EL BLOG RED ES CUBRIR-REDES CUBRIRREDESCUBRIR, que edita la poeta mexicana Carmen Amato Tejeda (Ciudad Juárez, México) Y EL CENTRO CULTURAL LA ESPERANZA A.C.

Quién no lleva en el corazón una imagen de su casa, entendida ésta como una construcción, una ciudad, un país, una isla o un planeta. Esta antología virtual reúne y comparte la visión de lo que para cada uno de los poetas participantes significa este concepto. Veintiocho trabajos de poetas mexicanos, argentinos, cubanos y españoles.

lINK:

http://antologiavirtuallacasa.blogspot.com/p/presentacion-las-casas-del-poeta.html


poema Graciela Mitre: En penumbra

http://antologiavirtuallacasa.blogspot.com/search/label/Graciela%20Mitre

poema Marta Ortiz: Pétalos

http://antologiavirtuallacasa.blogspot.com/search/label/Marta%20Ortiz