domingo, 25 de noviembre de 2012

Imágenes de la presentación de CANON A NUEVE VOCES, 28 / 09/ 2012; LENNON ARTE BAR, ROSARIO, ARGENTINA

fotografía: Romina Cravero




foto: Amancay Campos Apesato,
Marta Ortiz y Bernardo Conde Narváez de Elía






(foto: Amancay Campos Apesato) Bernardo Conde N. y Marta Ortiz
 
Marta Ortiz (foto: Romina Cravero)



Escuchas atentas



Marta Ortiz, Graciela Querzola y Amancay Apesato
Amancay Apesato, Graciela Querzola, Marta Rodríguez, Marta Ortiz

Graciela Mitre, Silvia Pavía, Natalia Ponce de León (foto, Amancay)

Natalia Ponce de León (foto: Romina Cravero)
Silvia Cerejido y Saidah Nazar (foto, Romina Cravero)
Silvia Pavía

Editor: Poli laborde, Graciela Querzola y Marta Ortiz

saidah Nazar
Graciela Q. y Saidah N.



Foto: Amancay Apesato; en la barra: Corina Herroro Miranda, Alicia Salinas, Jorgelina Paladini, Poli Laborde; primera fila, Tona Taleti
Final a todo tango:Emanuel Isolabella, ESENCIAS TANGO CLUB (foto, Romina Cravero)
 
Saidah Nazar, a cargo de la venta. (foto, Amancay Apesato)

Premio de Cuento para Graciela Mitre ¡felicitaciones!


En la Cocina, cuento de nuestra compañera Graciela Mitre, mereció el Primer Premio del Concurso homenaje a “Miguel Hernández”, auspiciado por el Instituto de Educación Superior nª 28, OLGA COSSETTINI. Jurados: los escritores Alberto Lagunas y Jorge Isaías y la Dra en Letras: María Gabriela Battaglia.
Las distinciones se entregaron el día 18 de setiembre pasado:
link:
http://www.iesoc.com.ar/2012/09/entrega-de-premios-concurso-literario/

Clase magistral sobre Miguel Hernández a cargo 
del escritor y profesor Alberto Lagunas  






 



















Graciela lee su cuento
Marta Ortiz y Graciela Mitre exhibiendo 
el merecido diploma!!


EN LA COCINA

                                                                          varió como variaba yo también,
  como el amor, la luz, el sexo, el ser.
                                                                         Silvina Ocampo (El secreto)
                                                                                                                                                    
Vengo de una familia aficionada a la cocina y aunque me cueste admitirlo, soy la excepción. Odio cocinar. Tampoco me interesan demasiado las características del menú. Como para alimentarme. Difícilmente me haga la cabeza pensando en algún plato especial, nada me llama demasiado la atención, incluido el acto de comer.
Cuando me siento a la mesa lo hago entretenida con un libro, un crucigrama o algún programa de tv. Sólo en algunas oportunidades, cuando el cuerpo se me escapa, llego a casa y devoro. No importa qué, algo debe entrar en este cuerpo y sosegarlo de alguna forma, es allí cuando avanzo despiadadamente hacia  la heladera y tomo lo primero que encuentro; generalmente el dulce de leche.
La suavidad del dulce recorriendo el paladar, mi boca en su magnitud, es el mayor placer que puedo tener cuando todo se desboca.
Mi abuela y sus hermanas fueron cocineras de oficio. Atendían a las  familias ricas, enormes mansiones cuyas salas de cocina se ubicaban en los subsuelos. Ambientes frescos, oscuros, ajenos a los dueños de casa.
La especialidad de mi abuela María eran los tallarines caseros. Sus manos eran las ideales; tibias, livianas, de manera que la masa se expandiera sobre la tabla de amasado dócilmente. Me encantaba ver sus dedos metidos en la masa, formar los pequeños bollos, estirarlos. Los cortaba con una cuchilla enorme, enérgicamente y con rapidez dando la impresión que en cualquier momento, podía llegar a volar un dedo de la abuela sobre la mesa. Las finas tiras se desprendían de la masa como serpentinas y todo era  juego para mis ojos.
Mamá en cambio optó por especializarse en empanadas de carne. No tenía la menor idea de cómo se hacían, hasta que un día sin receta de por medio,  viendo a su madre y sus tías, las hizo. Dulces, con enormes pasas de uva, humeantes y jugosas, festoneadas prolijamente en los rebordes, eran  un deleite para el olfato y el paladar de la familia.
Con el tiempo fue dejando de lado las empanadas y se dedicó a elaborar dulces y ya no se apartó de allí.
La elaboración del dulce coincidía siempre con algún momento agradable de la casa. Mamá tenía la capacidad de demostrar sus estados de ánimo a través de la cocina y generalmente en esto, mucho tenía que ver su relación con mi padre.
Más que un homenaje a la familia, sus dulces, representaban un agasajo para papá. Ni bien abríamos la puerta y sentíamos olor a naranjas en la casa, sabíamos que entre mamá y papá las cosas andaban bien.
Se colocaba su delantal con pechera floreado. Desparramaba las naranjas en la mesa y empezaba a prepararlas. Las cortaba en gajos, de una naranja formaba cuatro. Separaba las semillas y luego las ponía dentro de una fina tela blanca, formando una especie de relicario. Dejaba que las naranjas hirvieran durante horas en agua azucarada, junto a la bolsa con semillas hasta formar una melaza. Cada gajo debía pincharlo más de tres veces para que pudiera ingresar el almíbar y lograr una pieza dorada y transparente.
Cuando el dulce estaba listo, mis hermanos y yo podíamos probarlo siempre que primero lo hiciera papá. Él daba el visto bueno y ella le sonreía enamorada.
Con los años nos hicimos grandes y nos fuimos de la casa paterna, pero siempre con regreso. Mamá y sus mates, las preguntas, las recomendaciones, los cuidados. Papá y sus gestos, su mirada gacha, sus silencios y el paladar seco.
Nunca el aroma a naranjas lo volvimos a sentir. En un principio pensamos  que era una casualidad y que mamá seguramente había preparado el dulce el día anterior o posterior a nuestra visita, aunque de ser así nos hubiese convidado. Cada vez que  hacíamos referencia al dulce ella cambiaba de tema y él miraba hacia otro lado.
Una tarde de otoño fuimos con mis hermanos a la casa de nuestros padres, convocados por mamá. Abrimos la puerta y quedamos envueltos por el aroma intenso a naranjas. Ella tenía el delantal floreado de siempre. Su brazo derecho movía con calma la cuchara de madera, mezclando las naranjas y la melaza.
La besamos. Su piel toda era un solo aroma. Tenía las mejillas tibias y rosadas y la mirada clara.
Preguntamos por papá y nos dijo que estaba en su cuarto. Entramos. La habitación estaba en penumbra. Papá estaba helado, con los ojos cerrados y la piel ya casi morada. Sobre la mesa de luz se encontraba el certificado de defunción extendido por el servicio de emergencia.
Desde hacía un tiempo padecía dolores de pecho y se negaba a hacerse atender. Cuando se decidió, su corazón ya no disponía de mucho tiempo.
Papá fue enterrado en un cementerio rodeado de frescos cipreses. Mamá no lloró. Se mantuvo todo el tiempo en silencio y con la mirada en la nada. Nunca dio una  explicación (tampoco la pedimos) sobre cierta gente desconocida que apareció en forma imprevista en el sepelio. Jamás volvió a nombrar a papá. Se las ingenió para hablar del pasado sin nombrarlo.
El dulce de naranjas no volvió a faltar. Esperaba a sus nietos con la misma devoción que una vez esperó a su hombre. Se trataba de un amor distinto, pero era amor y eso le bastaba.