sábado, 19 de diciembre de 2009



Continuación de "Las hojas de Otoño"

Iván bailaba con una amiga, bajo las luces restallantes del boliche al que había ido esa noche, con sus amigos. La chica se llamaba Jorgelina (“Jo” para los íntimos) y siempre lo buscaba para bailar.
- Te veo mejor, Ivy. Estás sonriendo sin darte cuenta.
Iván la miró, sin contestar. Era verdad, no se había dado cuenta. Pero eso no significaba que estuviera mejor. Después de varios porrones, las cosas se veían un poco diferentes. Había descubierto a Vicky en un rincón y por primera vez, no había sentido ganas de huir. Por otra parte, ella ni siquiera lo miraba.
Sintió alivio cuando a Jo la llamaron las amigas. Se acercó al rincón de Vicky, haciendo zigzags, porque no estaba seguro de lo que hacía.
- Hola, Vicky.
Ella lo miró con sus grandes ojos miopes, de un hermoso color gris azulado. Estaba linda como antes, aunque la tristeza seguía instalada allí, como una sombra oscura que no se veía pero que la envolvía como un sortilegio.
- Qué raro que no te escondiste. Hasta viniste a saludarme! – su tono, cínico y rencoroso, lo descolocó un momento.
- No podía. Me hacía muy mal verte tan deprimida, yo mismo no podía con lo mío.
- Claro. Ya aprendí que no existen criaturas más egoístas que los hombres. Mi mamá tenía razón, después de todo.
- No soy un hombre, Vicky. En un tiempo, pensé que era capaz de enfrentarme a cualquier cosa, que nada podía pasarme. Y ahora me encuentro tratando simplemente de sobrevivir cada día. No podés sentir odio por un harapo como yo.
Aquellas frases impactaron directamente en la sensible fibra femenina, destruyendo sin saberlo la coraza de supuesto cinismo, dejando en libertad el instinto femenino de protección al desdichado.
- No digas eso. Necesitás ayuda. Yo estoy yendo a un psicólogo.
- Yo también, el mío es psiquiatra. Pero es amigo de un amigo de mi papá, así que no se puede esperar nada de él.
En ese momento vino un muchacho rubio y fornido, parecía un jugador de rugby.
- Vamos, Vicky - dijo tomándola de la mano. Vicky le hizo un saludo rápido y desapareció, dejándolo con un sabor amargo en la boca.

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SILVIA PAVÍA

sábado, 12 de diciembre de 2009

Continuación de "LAS HOJAS DE OTOÑO"


- Va a salir bien de esto, no? – Mario miraba fijamente al médico, esperando con ansiedad que asintiera.
- Sí, pero yo diría que no es eso sólo lo que importa. Su hijo tiene que estar en tratamiento psiquiátrico. Si fuera posible, la familia también.
Mario suspiró. Ivy no quería saber nada ni tampoco su esposa.
- Qué está pasando en tu casa, Mario? No era suficiente una desgracia para que ahora ocurra otra peor todavía?
El abuelo había llegado, arrastrando sus pies porque no quería usar bastón.
- Estoy ocupándome. Lo último que necesito es un padre que me culpe del intento de suicidio de mi hijo.
El viejo lo miró, sus ojos inyectados en sangre tenían una expresión amenazadora.
- Te lo advertí cuando decidiste casarte con esa arpía sin corazón! Está destruyéndote y a Ivy también!
- Perdón, yo me tengo que ir. Hablen tranquilos aquí en el saloncito.
El médico señaló la salita de espera vacía a esa hora de la tarde y se fue apresuradamente. El ya había dado su veredicto.
- No quiero seguir hablando con un cobarde! Mejor voy a ver a mi nieto.
Mario contuvo sus ganas de gritarle que él ya no era aquel adolescente que él acostumbraba humillar. Metió nerviosamente las manos en los bolsillos de sus pantalones mientras su padre entraba sin más en la habitación de Ivy.
- Iván Horacio! Puedo hablarte?
Ivy abrió los ojos al instante. El abuelo lo llamaba con sus dos nombres solamente cuando necesitaba su atención inmediata.
- Estoy despierto. Estuve despierto toda la mañana oyendo cómo se echaban la culpa papá y mamá, mientras se creían que estaba inconsciente.
- Mal hecho. Deberían saber que el oído es el último sentido que se pierde.
- ¿Alguna vez te pasó?
- ¿Qué cosa?
- Estar inconsciente y escuchar lo que hablan de vos.
- Cuando me operaron de próstata, esos hijos de puta de cirujanos.
Ivy sonrió.
- Ahora que estás aquí, me siento mucho mejor. Aunque haya fracasado. Creí que había muerto y creeme, me sentía muy feliz. Hasta que me encontré vomitando por culpa de ese médico.
- No te importó nada, no es cierto?
- No te entiendo.
- No pensaste que tu padre, madre, la nona y yo viviríamos como zombies, por el resto de nuestra vida.
- No. Creí que a nadie le importaría.
- Volverías a hacerlo?
Iván se quedó mirando el vacío.
- No sé, nono. Ahora me siento muy bien, pero cuando estoy solo y me veo….
- No tenés que estar solo hasta que hayas superado todo esto. Podés venir a casa el tiempo que quieras.
Ivy suspiró, aliviado.
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Los árboles del abuelo comenzaban a perder las hojas. El otoño se había retrasado, pero una vez que había bajado la temperatura y se sentía una brisa fresca, las hojas se habían puesto amarillas de golpe y habían tapizado el piso del patio.
Ivy se aplicó a la tarea de barrerlas, mientras la abuela terminaba de hacer su deliciosa salsa a la bolognesa para sus tallarines caseros.
- Cómo conociste al nono? – Ivy ya conocía la historia, pero sabía que la abuela estaba esperando la pregunta. Siempre era lo mismo.
- Teníamos doce años y al fin de la guerra convocaban a los chicos de esa edad para mandarlos al frente. Tu bisabuelo decidió huir en un carguero con la familia para salvar a tu abuelo. Y mi padre también nos embarcó para salvar a mi hermano mellizo- su voz se perdía en aquellos recuerdos lejanos, que sin embargo atesoraba en su memoria como los más valiosos.
- Qué le viste al nono?
Lucía se rió.
- No sé, querido. Una se enamora y no sabe por qué.
- Chía, qué estás haciendo? Quiero comer!
- También lo querés cuando se pone así y putea?
La anciana le dio la fuente para que la llevara a la mesa.
- Los hombres – dijo en voz baja, sólo para él – cuando se sienten viejos y vulnerables, necesitan rugir, entendés? Eso les da la ilusión de poder. También a vos te va a pasar.
Iván la miró sin entender. Lo último que deseaba era llegar a viejo.
El abuelo masticaba haciendo ruido con su dentadura postiza.
- Deberías decirle al dentista que te arregle esa dentadura – dijo la abuela, mirándolo con reprobación.
- Se lo dije, pero cuando se nace pelotudo no hay arreglo, Chía.
- Entonces cambiá de dentista.
- No soporto a ninguno!
- Está bien, pero no dejes de ir al médico. Acordate de lo que te dijo la última vez.
El anciano movió una mano, como para ahuyentar una mosca.
- Voy a morir de muerte natural, Chía. No voy a dejar que me asesinen ninguno de esos carniceros que se creen que se las saben todas.
La abuela puso cara de resignación. Sus ojos se humedecieron.
- Si te pasa algo, Genito, yo…
- Taa, tá! Vas a seguir viviendo. Prefiero morirme antes que quedarme solo. Y basta con esto. Parecemos dos viejos chochos. – Genito miró a su nieto de reojo. Iván se había quedado pensativo, mirando sin ver la pared que tenía enfrente.








- Adelante!
El médico siguió escribiendo en su notebook, mientras esperaba que su paciente entrase. Terminó sus anotaciones y no vio a nadie.
- Adelante!!!
Entonces sí, se abrió la puerta y apareció un muchacho alto y delgado que lo miró sin el menor interés.
El Dr. Zimmer le señaló un asiento, mientras lo saludaba con un amistoso “Buenas!”
El chico se quedó mirándolo, sin hablar.
- Bueno – dijo el doctor tranquilamente – a ver qué te anda pasando.
- Nada – dijo el otro inexpresivamente – A mí no me pasa nada.
- Ah, bueno. Si no te pasa nada, no tenés por qué estar mirándome la cara, que sé que no es agradable. Aquí solamente viene gente a la que le pasan cosas.
- Como cuáles?
El médico hizo un gesto de indiferencia.
- Por ejemplo, hay gente que oye o ve cosas raras. Hay los que se sienten perseguidos, los que no logran levantarse a la mañana por su tristeza sin motivo, los que se sienten culpables hasta de la muerte de su gato, qué se yo…
- Yo maté a mi hermano - dijo Iván abruptamente.
El médico siguió aporreando el teclado, sin cambiar su expresión.
- Cómo es eso? – preguntó, sin levantar la vista.
- No puedo hablar - dijo Iván, removiéndose en su silla por primera vez.
- Vamos a ir paso por paso. Contame un poco de tu papá, tu mamá, tu familia… cómo los ves, que significan para vos, lo que quieras…
Iván suspiró.
- Sé que mi papá lo contrató y le pagó y usted le va a contar todo. Por eso no pienso hablar y usted puede decirle cualquier cosa.
El Dr. Zimmer lo encaró entonces con suma seriedad.
- Es verdad que tu papá paga las sesiones, pero vos sos el paciente y yo tengo un compromiso de confidencialidad con vos y con nadie más. Por ética profesional no puedo hablar absolutamente con nadie de lo que vos me digas, salvo que se trate de un caso criminal y eso es lo que tenemos que dilucidar aquí, creo yo. Si traiciono a mis pacientes no sólo actuaría mal sino que lo más grave es que me quedaría sin trabajo y sin dinero para vivir. Cuando seas profesional, de cualquier especialidad, vas a darte cuenta que lo más valioso y lo que reditúa más en cualquier profesión es la reputación.
Iván se quedó pensativo unos minutos, mientras el médico seguía trabajando en sus notas, sin prestarle atención.
- Uno no elige la familia.- sentenció finalmente Iván, copiando la frase vaya a saber a quién.
- Sí, es verdad.
- Nunca los quise. Ahora que vivo con mi abuelo, soy mucho más feliz.
El médico seguía escribiendo.


…………………………………………………………………………………SILVIA PAVIA

domingo, 22 de noviembre de 2009

POETAS DEL TERCER MUNDO (23/11/2009)

LAS HOJAS DE OTOÑO


(escritura en proceso, novela)

Iván observaba el río, que fluía mansamente en aquel día tranquilo de otoño. Últimamente frecuentaba bastante las barrancas y los bares que daban al río, solitario y pensativo, alejado por un rato de las amarguras que le deparaba su hogar y de las charlas vacías con sus amigos. Curiosamente, en aquellos momentos de soledad, no pensaba en el suicidio. No pensaba en nada. Miraba encandilado la luz del sol en el agua movediza, deshaciéndose en miles de lucecitas flotantes, mientras su mente se refugiaba en la nada.
Así era todo tan sencillo! En el bar había unos pocos comensales tardíos como él, que comían en silencio el bife o el pollo asado y las papas fritas. Su madre en otro tiempo (antes de la terrible tragedia que había terminado con la feliz vida familiar) le hubiera tirado las papas fritas a la basura, argumentando que moriría por el colesterol y el cáncer y tantas enfermedades que parecían traer las papas fritas. Pero ahora todo lo de antes no tenía sentido.
El tiempo para comer se había terminado. Debía volver a la escuela, aunque no supiera nada para el examen. De algún modo, tenía que terminar la escuela. Y eso era lo único que no había cambiado, al menos allí nadie lo culpaba, ni siquiera con la mirada. Y todo seguía funcionando como antes. Habían rezado una misa por su hermano, lo habían llorado y después…la vida había continuado, con la misma rutina de siempre que anestesiaba cualquier dolor, cualquier pensamiento inquietante.
Se levantó con la mirada puesta en la moza, que parecía sospechar que se iría sin pagar. En otro tiempo, lo hubiera hecho. Pero ella no sabía que esa parte de él había muerto en aquella laguna, junto a su hermano.

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La casa tenía la edad de sus abuelos. El bisabuelo había comenzado su construcción, luego de conseguir trabajosamente el terreno y había hecho los cimientos con sus propias manos. Su abuelo había vivido toda su vida en aquella casa, agregándole una planta alta donde trasladó los dormitorios. Su padre y el tío, que vivía ahora en Italia, habían vivido allí hasta que se fueron a hacer su vida.
Iván tocó el timbre repetidas veces. A aquella hora, la abuela dormía su sagrada siesta y si el abuelo no tenía puesto el audífono, podía tocar el timbre hasta la mañana siguiente.
- Ya voy, ya voy! – una voz ronca y gruesa que parecía ofendida por el timbre insolente, contestó desde adentro.
Iván sonrió aunque no tenía motivo alguno para sonreír. Se lo representaba al abuelo con los pelos parados y ralos, la barba siempre luchando por salir en su cara rugosa y sus pantalones con tiradores.
- Hola, Genito!
- Te dije un montón de veces que eso es una falta de respeto para mí! Únicamente mi santa madre que está en el cielo y tu nona pueden llamarme así!
Iván lo abrazó y el anciano intuyó algo en aquel abrazo porque no dijo más nada. Lo hizo pasar, recomendándole silencio porque la abuela dormía.
- Un vasito de granadina?
Ya nadie tomaba granadina, solamente su abuelo.
El aceptó sin embargo, complacido, la granadina le gustaba. Y el abuelo la diluía en la justa medida.
- Este año, el otoño tarda en llegar. Mis árboles no han perdido una hoja, todavía.
Se sentaron a la sombra de los árboles, en el patio trasero cercado ahora con paredes de tres metros, rodeado de edificios.
- Hay que agradecer que todavía hay sol – dijo el abuelo sonriendo beatíficamente – si hacen otro edificio al oeste , se acabó. Este patio va a parecer una tumba.
- Nono…no sé cómo decirte esto.
- Vamos, hijo! No pensarás que me vas a asustar. Tal vez estás tratando de decirme que tu novia está embarazada.
- Ni siquiera tengo novia.
- Eso es malo. Con tantas chicas disponibles hoy en día! Es mucho más fácil que en mis tiempos.
- No me interesan las chicas.
- No irás a decirme que sos marica! Porque entonces….
- No, abuelo, no es eso. Se trata de mis …. de mis padres. Todo el día peleándose….cada vez peor. Ya no disimulan. Se odian. Y yo tengo la culpa.
Eugenio se había puesto serio. Sabía que las cosas iban de mal en peor en casa de su hijo, pero Mario jamás le contaría. Siempre había sido reservado y pensaba que su viejo no entendía ya nada.
- Es complicado. Pero es así. Yo no hice nada por mi hermano y mamá jamás va a olvidarlo. Cada vez que me mira, me culpa. Quise consolarla, intenté decirle cuánto la quiero y me dio vuelta la cara. Papá se enojó con ella, empezaron a decirse cosas….quisiera irme.
- Y adónde irías?
Iván lo miró largamente, sin decir nada. Sobrevino un silencio entre los dos, cargado de significados. El silencio del nieto, era súplica muda, desesperada. El del viejo era un espacio entre las palabras que acababan clavarse en su alma y su acervado sentido común, que le aconsejaba calma.
- No, ni lo pienses. No porque no te quiera aquí, pero los problemas no se solucionan huyendo. Estaba bien cuando tenías seis años y te peleabas con tu hermano. Ahora no.- Calló de golpe. De pronto caía en la cuenta, dolorosamente, que ya no habría más peleas. Nunca más.

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Mario abrió la puerta del departamento. Esperaba que Lili no estuviera en la pieza de Fede. No podía soportarlo.
- Lili! Ya llegué!
Últimamente la cosa se había invertido. Ahora era él quien llegaba más tarde del trabajo. Ella ya no hacía horas extra ni traía trabajo a casa.
Nadie contestó. Se fue derecho a la pieza de Fede, aquella de servicio que había transformado en su dominio particular. Lili estaba sentada en la cama, apretando contra su pecho un buzo de Fede como si fuera un bebé. Al principio se había sentido conmovido por esta actitud. Ahora sólo sentía un enojo teñido de fastidio, que lo ponía fuera de sí, tanto como aquella pieza vacía, llena de ropa y objetos que habían pertenecido a su hijo muerto.
- No podrías hacer el favor de terminar con esto? Nos estás matando a todos!
- “todos” son ahora Ivy y vos. A ninguno de los dos les importa que Fede….
Mario salió dando un portazo al oír esa voz quejosa. Ivy no estaba en casa, no tenía idea dónde podía estar y no quería llamarlo. Decidió ir a su cena semanal con sus amigos. Era el único momento en que podía despegarse de la atmósfera espesa y agobiante de su casa, que Lili se preocupaba de llenar con lágrimas y recuerdos de su hijo sin dejar espacio para nada más.

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Iván se había juntado en LOft con sus amigos. Miraba a las chicas distraídamente, complacido de que la música a todo volumen entorpeciera sus pensamientos y el recuerdo que lo torturaba siempre. Había tomado un poco demás y sentía cierta euforia, como cuando se calma un dolor que ha atormentado por mucho tiempo.
De pronto la vio, la distinguió enseguida entre sus amigas y fue como si hubiese recibido un mazazo. En sus ojos maquillados podía ver su mismo dolor, el mismo tormento. El precario placer se diluyó en el aire enrarecido de humo. Trató de esconderse, de protegerse en la zona de sombras, pero ella ya lo había visto también y le clavaba la mirada sin miramientos, como su madre. Tuvo que contenerse para no salir corriendo, cuando ella se le acercó sin más.
- Por qué te escondés de mí?
- No me escondo de nadie.
- Bueno, entonces me pareció. Tu mamá me llama todos los días. No sé qué decirle.
- No le digas nada. Decile a todo que sí y colgá.
- Ivy… no puedo sacármelo de la cabeza. Necesito hablar con vos.
- Para qué?
- Para saber qué pasó! Tal vez así pueda dejar de soñar cosas horribles.
- No puedo ayudarte. Yo mismo no puedo dormir recordando y estoy esforzándome continuamente por olvidar… y vos querés que te cuente!
- Por favor!
- Andate al carajo, Viki! Como si yo no tuviera ya bastante!
Iván se deshizo de un tirón de los brazos que lo retenían y salió casi corriendo del lugar. En su mente quedó registrada, como una foto, la imagen desolada e impotente de una Viki infinitamente triste.
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- Cómo voy a estar, Lucy? MI vida acabó con Fede. Soy una muerta en vida. Trato de rodearme de sus cosas, llamar a su novia, para hacerme la ilusión de que está vivo, pero ya sé de que es sólo eso: ilusión.
- …………………………………………
- Ivy y Mario? No sirven para nada! Mario nunca se ha hecho cargo, sigue su vida como si tal cosa e Ivy…. Bueno, solamente trae problemas.
- ………………………………………….
- No, no quiero ir a ningún psiquiatra. No quiero pastillas para dormir y todo eso. Tengo que trabajar, Lucy. Con lo de Mario no alcanzaría….
Iván se encerró en su habitación. No quería escuchar más conversaciones telefónicas que no llevaban a ningún lado. Al revés que su madre, intentaba olvidar a Fede, sus ideas brillantes, sus modos autoritarios de tratarlo que habían ocasionado un sinnúmero de peleas (en las que su madre se ponía invariablemente del lado de Fede), su ropa siempre de buen gusto y el tropel de chicas que lo llamaban por teléfono, aunque tuviera novia oficial. Pero era imposible. El debería haber muerto en aquella laguna. No servía para nada. Sus notas eran pésimas, aun cuando los profesores se empeñaban en ayudarlo, sabiendo la situación. Siempre se había sentido relegado y lo había tomado como algo natural, debido al contraste con su hermano, tan responsable e inteligente, él era un vago irredimible, siempre saliendo o trayendo a casa amigos con problemas.
Ahora sus amigos intentaban ayudarlo, convenciéndolo que no hiciera caso de nada. Pero ellos no sabían lo que era vivir en su casa, con su padre fuera todo el día y su madre lamentando que el muerto no hubiera sido él. A veces las miradas lo dicen todo y eso es lo que él había visto en los ojos de su madre después del accidente: la desilusión de que él estuviera vivo y Fede muerto.
Si le dieran a elegir, se iría a vivir con sus abuelos. La nona cocinaba unos platos para chuparse los dedos y su abuelo lo comprendía como nadie. Siempre se había sentido a gusto con su abuelo. Pero eso era imposible. Seguir viviendo en estas condiciones se le antojaba insoportable y vislumbraba una sola solución.

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- Lili, nos han citado de la escuela. Tenemos que ir los dos, Ivy tiene grandes problemas.
- Siempre ha tenido problemas! Estoy harta de él! Solamente quiero vivir en paz…y llorarlo a Fede hasta que me muera.
- Es que Ivy y yo no significamos nada para vos? Yo también perdí a mi hijo, no sos vos sola! Pero vas a darnos la espalda por el resto de nuestras vidas?
- Nunca entendiste nada! Fede era mi alegría, mi esperanza….
Mario volvió a sentir esa laxitud en las piernas que le provocaba la actitud de Lili, su dolor desmedido que había borrado todo otro sentimiento, sumiéndolo en una especie de orfandad, como si la Lili que él había conocido ya no existiera más, reemplazada por esta mujer, que se aferraba al recuerdo de su hijo como un náufrago a un salvavidas.
- Se trata de un salvavidas de plomo, Lili. Y nos vas a ahogar a todos…
- No te entiendo.
- Lili, tal vez deberíamos ir a un médico, a un psiquiatra…
- Deberías ir vos, a ver por qué nunca quisiste a tu hijo!
Mario se quedó mirándola, tomado de sorpresa . Liliana estaba fuera de sí. No debía tomar en serio sus acusaciones. Para ella, todo el que no llorara por Fede era su enemigo.
- Lili, no sigamos. Tenemos que ir a la escuela a ver qué pasa con Ivy.
- Andá vos! Yo no quiero saber nada con él!
Y dando un portazo se fue a la tienda, porque ya era hora de abrir.

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Iván miraba fijamente por la ventana de su dormitorio, que daba a un patio trasero donde había jugado al futbol con su hermano y sus amigos, destrozando las plantas que su madre cuidaba amorosamente. Nunca se había quejado de tamaño vandalismo. Pero claro, todo lo que hacía Fede era perfecto para ella, aunque se tratara de destrozar las plantas que le daban al patio un toque de verde. Ahora todo estaba silencioso y vacío, él no se atrevía a traer amigos porque su madre lo consideraría un insulto. Hasta las plantas estaban mustias, ella ya no se ocupaba y sobrevivían gracias a la mujer de la limpieza, que las regaba cuando se acordaba.
Iván sopesaba las alternativas de su suicidio. Podía tirarse al río, cortarse las venas con la navaja que había comprado a escondidas (para divertirse durante el viaje de estudios, amenazando a los alumnos de escuelas rivales), una sobredosis de drogas, pastillas para dormir …. Todas esas posibilidades le gustaban. Cualquiera podía servirle para que sus padres ya no se quejaran de la carga que él representaba.

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Era una mañana de sol, a principio del otoño. Mario se despertó, con el primer sonido del despertador. La luz del día ya se colaba a través de las persianas echadas. Miró a Lili, que todavía dormía. Tenía problemas para conciliar el sueño y después para despertarse a la mañana temprano. Ahora dejaba que la empleada abriera el negocio y ella iba más tarde. La luz del nuevo día siempre le infundía nuevas esperanzas. Deseaba que pudieran resignarse a la ausencia de Fede y volver a vivir, como se pudiera, poder disfrutar del simple hecho de estar todavía vivo, de las esperanzas de nuevos negocios para poder comprar una casa y dejar aquel depto lleno de recuerdos, tomarse una buenas vacaciones, dedicarse a su hijo menor… Pero Lili tomaría esos sentimientos como una ofensa, por lo que debía esconderlos y poner una cara como la de ella, aunque cada vez le pesaba más y el depto se estaba pareciendo a una cárcel, en la que todo pensamiento, todo sentimiento que no tuviera que ver con Fede era perseguido como un pecado.
Se levantó sin hacer ruido y fue a la cocina a preparar el desayuno para él y para Ivy, que debía ir a la escuela a rendir las materias que le habían quedado pendientes.
Hizo el café y las tostadas y lo llamó para desayunar. Nadie contestó. Otra vez se había quedado dormido. Ahora ni él ni Lili lo perseguían para que volviera temprano e Ivy se aprovechaba de eso al máximo. Nada le importaba, salvo las fiestas que organizaba con sus amigos. Debía ocuparse de él sin más dilaciones, no podía contar con Lili y era necesario dejar el dolor a un lado y tratar de darle al hijo que quedaba una vida lo más normal posible, aunque ellos se sintieran muertos por dentro.
Suspirando, se encaminó al dormitorio. Ivy estaba durmiendo sin roncar, su respiración ni siquiera se sentía. Lo tocó con suavidad, llamándolo en voz baja. Nada. Lo zamarreó con más brío, llamándolo a media voz. Nada. Le gritó, lo cacheteó, pensando que estaría borracho, como otras veces. Aspiró con fuerza, pero no pudo sentir olor a alcohol ni a cerveza. Tomó su muñeca, empezando a desesperar. Su pulso apenas se sentía. Corrió a buscar el teléfono, llamó a la emergencia. Intentó despertar a Lili, necesitaba compartir con alguien la desesperación que lo invadía. Ella dijo que necesitaba dormir, por qué la despertaba justo cuando había logrado un sueño profundo.
- No sé qué le pasa a Ivy! No lo puedo despertar! – le gritó él.
- Fijate si encontrás las pastillas – dijo ella, dándose vuelta.
El se quedó mirándola un segundo, preguntándose cómo era posible que ella se hubiera dado cuenta de la situación de Ivy y no hubiera hecho absolutamente nada.
Pero dejó todo a un lado para salir disparado, volver a zamarrear a Ivy, mientras revisaba con la mirada los cajones mal cerrados, las zapatillas desparramadas, los frascos… Sí, los frascos. El timbre.
- Sobredosis de somníferos. Menos mal que no se le ocurrió mezclarlos con alcohol.
El médico de emergencias lo hizo vomitar. Ivy tenía un color blanco verdoso bajo el bronceado.
- Me voy en la ambulancia con Ivy. Venís?
Lili le contestó que no podía. En ese momento, tenía que dormir.

Por Silvia Ana Pavía

jueves, 19 de noviembre de 2009

TIM BURTON EN EL MOMA





Entrada a la muestra del MOMA


Tim Burton y su fábrica de fantasías

Unas 700 piezas del genial cineasta invadieron los salones del MoMa, de Nueva York

lanacion.com | Espectáculos | Jueves 19 de noviembre de 2009


TIM BURTON: DIRECTOR, PRODUCTOR, ESCRITOR, DISEÑADOR: ARTISTA

lunes, 26 de octubre de 2009

INVESTIGACIÓN DE MAGALI SINOPOLI SOBRE EL MUNDO BLOGGER



Magali Sinopoli, Comunicadora Social, investigó para la revista digital de actualidad tecnológica Dattatec.com webmagazine (año 2, Nro.13, octubre 09), el mundo blogger que constituye ese espacio virtual que llamamos blogosfera. El resultado es una interesantísima nota que abarca seis páginas (de la 18 a la 20); entre otros bloggers entrevistados: Jorge Gobbi (docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Fac. de Cs. Sociales de la UBA) y la coordinadora de este blog, Marta Ortiz.
"Metiéndonos en el misterioso mundo blogger" Magali Sinopoli se sumerge en la blogosfera para descubrir el perfil de uno de los personajes más populares del cibermundo:


versión pdf:

http://www.dattamagazine.com/revista13.pdf

sábado, 24 de octubre de 2009

CICLO, ARTE POR LA PAZ

( Derechos humanos, Justicia, Libertad, Democracia, Trabajo, Salud, Derechos
del Niño, Derechos de la Mujer, Derecho a la vivienda ùnica, Arte, Cultura, Eco
logìa, Pueblos Originarios, Refugiados, Inmigrantes, Desforestaciòn, Presupuesto
Bèlico, Represiòn, Analfabetismo, Clima, Agua, etc. etc. etc. )
NOMINADO AL PREMIO DE DERECHOS HUMANOS POCHO LEPRATI 2006
DESIGNADO DE INTERES MUNICIPAL, MEDIANTE DECRETO NRO. 23.389, DE FECHA 11 DE
JUNIO DEL 2004 , POR EL HONORABLE CONCEJO MUNICIPAL.
DESIGNADO DE INTERES CULTURAL, POR EL GOBIERNO DE LA PROVINCIA DE SANTA FE
Y EL MINISTERIO DE INNOVACION Y CULTURA, MEDIANTE RESOLUCION NRO. 273, DE
FECHA 24 DE JUNIO DEL 2009
El LUNES 26 DE OCTUBRE, A LAS 20 ,
EN EL SUBSUELO DEL BAR LA SEDE
ENTRE RIOS Y SAN LORENZO,
INVITADOS A LEER :
PAULA ARAMBURU, MARIANA VACS, IRINA GARBATZKY, MARCELO CUTRÒ,
FEDERICO TINIVELLA Y LISANDRO GONZALEZ.
SE EXPONDRA EL GRABADO DE LA RECONOCIDA GRABADORA ROSARINA : DIANA DE VASCONCELLOS,
" LA LLEGADA " , de la Serie de los Sueños, que donò al ciclo.
ROGAMOS SU TAN IMPORTANTE Y NECESARIA PRESENCIA, PARA ACOMPAÑAR A LOS INVITADOS A LEER, Y TRABAJAR, ENTRE TODOS, DESDE ESTE ESPACIO, MEDIANTE EL ARTE Y LA PALABRA, POR UN MUNDO NUEVO, Y MEJOR, PARA TODOS.
ORGANIZA Y COORDINA : BERNARDO CONDE NARVAEZ ELIA.


LA POESÍA EN LOS BARES (27/10/2009)


Lo invita a su ciclo:
lectura de poesía y presentaciones,
el martes 27 de octubre, a las 20.30
Subsede, San Lorenzo y Entre Ríos.
Es esta oportunidad participarán
presentados por Roberto Lobos,
los poetas
Alejandro Pidello y Graciela Ballestero
Silvio González hablará del libro
"Animal de barros primitivos"
de Alejandro Mensi, editado recientemente.


POETAS DEL TERCER MUNDO (26/10/2009)

miércoles, 21 de octubre de 2009

AMANKAY MINIFICCIONISTA:


KAFKA

No era tan extraño ver a la cucaracha en la cocina. Nunca la pisamos o le pusimos trampas, los venenos y otros químicos jamás pasaron por la casa.

Ella era agradable a la vista, aunque no a la nuestra.

Supongo que no debió sorprendernos cuando desaparecieron algunos libros de la biblioteca, estábamos acostumbrados a ver agujeros pequeños en algunas orillas del papel, pero una cucaracha devoradora de libros del día a la noche era algo increíble.

Quedamos sobresaltados aquella noche en la que la vimos.

Fuimos a buscarla para poder acabar con sus hurtos, la biblioteca era nuestro terreno. Sabíamos donde se escondía, detrás de la cocina. Abrimos un hueco tratando de no asustarla.

Incrédulos permanecimos al encontrarla con un velador encendido y un sillón de la marca Barbie, ella sentada fumando un cigarrillo, leyendo La Metamorfosis.

por Amankay Appezzatto Scropanich

POETAS DEL TERCER MUNDO (26/10/2009)

lunes, 12 de octubre de 2009

Herta Müller ganó el Nobel de Literatura


Ella dijo: :
"No elijo los temas de mis obras, ellos me buscan… Si no se “siente”, es mejor no escribir. Hay suficientes libros".

Herta Müller, Nobel, buena literatura y mensaje político

Por:Carlos Decker-Molina / Suecia

Una semblanza y fragmentos de un diálogo con la nueva galardonada con el máximo premio literario mundial

No soportamos a los demás ni nos soportamos a nosotros mismos, y los otros tampoco nos soportan”, dice la niña que narra la historia escrita por Herta Müller en Niederungen (En Tierras Bajas. Editorial Siruela). Leer esa frase para alguien que tiene en sus hombros el peso de ser “afuerino”, abre las puertas de la curiosidad.

Mi aproximación personal a la nueva Premio Nobel de Literatura es reciente, pues el año pasado, en el verano sueco, se reunieron en Estocolmo cientos de personas en el primer Congreso de Escritores y Traductores. Como funcionario del evento tenía dos escritores de habla hispana bajo mi responsabilidad: Rodrigo Rey Rosa y Rosa Montero, ésta última tenía un compromiso en el Instituto Cervantes junto con Herta Müller. De esa manera la Müller entró en el ámbito de mi curiosidad literaria, además es una escritora que comenzó su carrera siendo la voz de la minoría alemana en Rumania. Ya entonces —en los años 80— se rumoreó que ella podría ser laureada con el Nobel.

En Tierras Bajas se centra en los diálogos yuxtapuestos que generan incomunicación, una condición que comienza en el seno de la familia y que luego determina la relación de la persona con el Estado, y peor aún si este es represor como lo fue en la Rumania de Ceausescu.

La génesis de En Tierras Bajas es sólo comparable con la de otros escritores que han sobrevivido dictaduras. Herta esperó cuatro años la censura rumana, para que finalmente en 1982 se lanzara el libro, pero con amputaciones increíbles. Se tarjó, por ejemplo, la palabra maleta o cofre de viaje y toda alusión a viaje “para evitar que el pueblo sea inducido a dejar su patria”, porque el deambular de la minoría alemana era tabú en la Rumania de Ceausescu.

La versión original, sin cortes del censor, se publicó dos años más tarde en Alemania Federal, donde fue llevada de contrabando, lo que implicó el silenciamiento de la escritora, quien luego se refugió en el país de sus padres.

En libro aludido es una colección de historias en la que hay un texto macizo de más o menos 90 páginas y otros breves, en todos se describe con mucha habilidad la vida de un perdido pueblo, compuesto por alemanes y sito en Rumania; la voz principal es la de una niña. A este primer libro le siguió Tango opresivo.

En ocasión del lanzamiento de su más reciente obra en sueco: Kungen bugar och dödar (Los reyes hacen venias y matan), estuvo en Estocolmo y tuve la oportunidad de ser testigo de un diálogo traducido del alemán al sueco y “como nunca se sabe”… tomé algunas notas en un viejo cuaderno:

—Herta Müller: Yo no digo que el idioma no es importante. Desde el punto de vista de la literatura, es obviamente importante, pero la vida no permite ser aprisionada por el idioma.

Dijo públicamente que no le gustan las entrevistas porque no le agrada hablar de sí misma y tampoco sobre su obra.

—Müller: No le tengo confianza al idioma porque tengo experiencia de que con él se puede hacer mucho daño.

La pregunta obvia era entonces, ¿por qué escribe?, pero Herta no la esperó y siguió diciendo:

—Müller: No elijo los temas de mis obras, ellos me buscan… Si no se “siente”, es mejor no escribir. Hay suficientes libros.

La producción de Herta Müller pasa por varios meridianos. No es sólo literatura de inmigrantes, tampoco es el simple relato testimonial o el drama de los afuerinos o el texto de denuncia. La literatura de la Müller

—según el nuevo secretario permanente de la Academia sueca, Peter Englund— es eso y más. Su poesía y su testimonio pintan el paisaje de los desposeídos.

Si, finalmente, los lectores más conspiradores desean una especulación calificada, puedo terminar diciendo que el Nobel de Literatura 2009 es un homenaje a los 20 años de la caída del muro de Berlín. Una manera de recordar un pasado histórico con más bemoles que claves de sol para evitar tentaciones regresivas. El efecto es doble: Buena literatura y mensaje político subliminal.

Y como yapa, los libros de Herta Müller traducidos al español: En Tierras Bajas (Siruela), El hombre es un gran faisán en el mundo (Siruela), La bestia del corazón (Mondadori) y La piel del zorro (Plaza & Janés).

Vida y obra de la autora galardonada

Herta Müller nació el 17 de agosto de 1953 en Nitchidorf, en la Rumania germanohablante, e hija de unos granjeros suabos. Su padre sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS y su madre fue deportada a la Unión Soviética en 1945. Estudió filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara entre 1973 y 1976.

Formó parte del Aktionsgruppe Banat, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes. Trabajó como traductora técnica entre 1977 y 1979 en una fábrica de maquinaria, pero fue despedida en 1979 por no cooperar con la Policía Secreta del régimen comunista rumano. Su primer libro, la colección de cuentos Niederungen, fue publicado en 1982 en Rumania, pero en versión censurada, y el mismo año apareció Drückender Tango, un libro muy crítico también con la corrupción, la intolerancia y la opresión del régimen de Nicolae Ceausescu; a causa de esto se le prohibió seguir publicando en su país, aunque sus libros triunfaban, se premiaban y eran muy comentados en Alemania y Austria.

En 1987, Müller marchó a Alemania con su marido, el novelista Richard Wagner. Hizo algunos lectorados en universidades alemanas y de otros países en los años siguientes y fijó su residencia en Berlín. Es miembro de la Academia Alemana de Oratoria y Literatura de Darmstadt desde 1995. En 1997 abandonó el PEN Club como forma de protesta por la decisión de reunir las asociaciones de Alemania del Este y del Oeste tras la caída del muro de Berlín.

Herta Müller destaca por sus relatos acerca de las duras condiciones de vida en su país bajo el régimen comunista. Recibió premios, como Adam-Müller-Guttenbrunn (1981), Kranichsteiner (1991), Franz Kafka (1999) y Fundación Konrad Adenauer (2004).

Sus obras han sido traducidas a 21 idiomas. Destacan: Barfüsiger Februar (1987), Reisende auf einem Bein (1989), Herztier (1994), Heute wär ich mir lieber nicht begegnet (1997), Die blassen Herren mit den Mokkatassen (2005) y Atemschaukel (2009).

Fuente: http://www.laprensa.com.bo/fondonegro/11-10-09/11_10_09_edicion4.php (La prensa- Editores Asociados S.A. (Derechos reservados)

miércoles, 7 de octubre de 2009

FRANZ KAFKA: JOSEFINA LA CANTORA O EL PUEBLO DE LOS RATONES


Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto. No hay nadie a quien no arrebate su canto: esto debe valorarse porque nuestra raza, en general, no ama la música. La quietud es nuestra música más querida. Nuestra vida es difícil, y no podemos -siquiera cuando tratamos de desprendernos de todos los cuidados diarios- elevarnos hasta cosas tan lejanas como la música.
Sin embargo, no nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de todo, hasta de añorar la dicha que tal vez produce la música (pero esto no sucede). Pero Josefina es la excepción: ama la música y también sabe comunicarla: es única, y cuando nos deje desaparecerá la música de nuestra vida, quién sabe hasta cuándo.
Suelo preguntarme qué sucede realmente con esa música. Puesto que somos nulos para ese arte, cómo comprendemos el canto de Josefina (pero Josefina niega nuestra comprensión, tal vez sólo creamos comprenderla). La respuesta más simple sería que es tan grande la belleza de este canto, que hasta los sentidos más torpes no pueden resistirla, pero esa respuesta no satisface. Si así fuera debería tenerse, de inmediato y siempre ante ese canto, la sensación de que en esa garganta resuena algo que nunca se oyó antes y que podemos oír porque Josefina, y sólo ella, nos capacita para oírlo. Pero justamente, según mi opinión, no sucede así, no siento eso y no he notado que otro sintiera algo parecido. En círculos íntimos, confesarnos abiertamente que el canto de Josefina no es nada extraordinario como canto.
¿Es siquiera un canto? A pesar de que no sentimos la música tenemos tradiciones de canto. En los antiguos tiempos de nuestro pueblo hubo canto, las leyendas lo cuentan y hasta se han conservado canciones que, por cierto, ya nadie puede cantar. Tenemos, pues, cierta noción de canto: a esta noción no corresponde el arte de Josefina. ¿Y es arte, en verdad, o siquiera canto? ¿No es, tal vez, chillido? Por cierto, todos sabemos chillar; es nuestra peculiar expresión vital y no una habilidad artística. Muchos de nosotros chillamos sin darnos cuenta, sin saber siquiera que chillar es una de nuestras características. Si la verdad fuera que Josefina no canta sino chilla, o apenas sobrepasa nuestro común chillido (quizá no alcance su fuerza a la de cualquier trabajador que silba todo el día además de su trabajo), si todo esto, repito, fuera cierto, se refutaría así lo que Josefina presenta como su arte; pero entonces habría que resolver el enigma de su gran efecto.
Porque no sólo es un chillido lo que ella emite. Si uno se aleja un poco cuando Josefina canta en medio de otras voces, y uno trata de reconocer la de ella, no se oye sino un chillido vulgar que apenas se distingue por su delicadeza o debilidad. Pero si uno está ante Josefina, no sólo es eso: para sentir su arte es necesario verla además de oírla, y aunque su canto se redujera a nuestro cotidiano chillido, he aquí lo extraño: que uno se prepare solemnemente para hacer un acto vulgar. Cascar una nuez, no es, por cierto, un arte difícil, y por eso nadie osaría convocar un público y para divertirlo se pondría a cascar nueces. Pero si alguien lo hace y tiene éxito, algo habrá en su ejecución por encima de ese arte, dado que todos lo poseemos, y hasta podría convenir al efecto del nuevo cascador mostrarse menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros.
Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina: admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por lo demás, ella está fundamentalmente de acuerdo con nosotros. Yo estaba presente una vez en que alguien, como suele suceder, se refirió tímidamente al chillido popular, y eso bastó para irritar a Josefina. Nunca he visto una sonrisa tan desdeñosa y arrogante como la suya; ella, que en su exterior es la delicadeza personificada (notable por eso hasta en nuestro pueblo, tan rico en tales tipos femeninos); ella, con su gran sensibilidad, advirtió que esa sonrisa era vulgar y se dominó, pero negó toda relación entre su arte y el chillido común. Por los de opinión contraria no tiene sino desprecio y, probablemente, odio inconfesado. Esto no es vanidad, pues tales opositores, entre los que de algún modo me cuento, no la admiramos menos que la multitud, pero a Josefina no le basta la admiración; requiere una admiración especial. Cuando uno está frente a ella, la comprende (sólo desde lejos la atacan: ante ella se sabe que lo que chilla no es chillido).
Ya que chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría suponerse que también chilla el auditorio de Josefina. Nos sentimos satisfechos por su arte, y chillamos cuando estamos satisfechos; pero su auditorio no chilla, está mudo, calla como si participara en la ansiada paz de la que nuestro chillar nos aparta. ¿Nos extasía su canto o el solemne silencio que rodea su débil voz? Ocurrió, una vez, que una ratita cualquiera se puso inocentemente a chillar mientras Josefina cantaba. Ahora bien: ese chillido era idéntico al que nos hacia oír Josefina. En el escenario, los chillidos aún débiles, pese a la maestría de la cantora; en el público los chillidos involuntarios; era imposible distinguir. Y, sin embargo, silbamos y siseamos en seguida para silenciar a la intrusa, aun cuando no era menester, pues ella misma, al darse cuenta, se hubiera arrastrado fuera, de miedo y vergüenza, mientras Josefina entonaba su chillido triunfal y se enardecía, con los brazos extendidos y el cuello estirado. Por lo demás, ella siempre es así. Cualquier pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del piso, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación, le parecen apropiados para dar realce a su canto. Según ella, todos los oídos son sordos, y aunque no le faltan aprobación y entusiasmo, hace ya mucho que ha renunciado a ser realmente comprendida. Por eso le convienen las interrupciones y molestias: todo lo que desde afuera se opone a la pureza de su canto y que, en lucha fácil o hasta sin lucha, se vence con sólo afrontarlo, puede contribuir a despertar a la multitud y a enseñarle, si no comprensión, un respeto religioso. Si le sirven así las cosas chicas, ¡cuánto más las grandes! Nuestra vida es muy inquieta: cada día nos trae sorpresas, temores, esperanzas, sustos: sería imposible soportarla sin el apoyo de los camaradas; pero aun así es muy difícil. A veces, miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina cree que llegó su hora. Pronto se halla listo el débil ser, con el pecho vibrando de un modo alarmante, como si reuniera toda su poca fuerza en el canto, como si se desnudara y se entregara por entero a la protección de los espíritus buenos, como si al estar arrobada dentro del canto le quedara tan poca vida fuera de la música, que un leve hálito frío pudiera matarla. Y viendo esto los presentes solemos decir: "Ni siquiera puede chillar bien; es espantoso cómo se violenta, no para cantar -no hablemos ya de cantar- sino para alcanzar más o menos el chillido usual". Así nos parece y, sin embargo, esta impresión inevitable es fugaz y muy pronto nos sumergimos en la sensación de la multitud que, conteniendo el aliento, escucha tímidamente, en cálida proximidad. Y para reunir en torno a ella esta multitud de nuestro pueblo, tan errabundo, a Josefina casi siempre le basta echar la cabeza hacia atrás, poner los ojos en alto y entreabrir la boca: signos que anuncian su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, aunque sea en un rincón elegido al azar. En seguida cunde la noticia y empieza a acudir la procesión de sus devotos. Pero a veces surgen impedimentos, pues Josefina canta de preferencia en tiempos de excitación, cuando los cuidados y las necesidades nos dispersan por múltiples caminos y entonces, pese a la mejor voluntad del mundo, no podemos reunirnos tan pronto como Josefina lo desea. Y ella permanece algún tiempo en su gran actitud, sin suficiente número de oyentes, y entonces se pone verdaderamente rabiosa, patea el suelo, blasfema de modo poco virginal y hasta muerde. Pero tal conducta ni siquiera daña su fama; en vez de tratar de refrenar sus exageradas pretensiones, todos tratan de satisfacerla secretamente; envían mensajeros por todos los caminos para traer oyentes y se los ve apresurando con sus gestos a los que llegan. Esta faena prosigue hasta reunir un número pasable.
¿Qué impulsa al pueblo a tomarse tanta molestia por Josefina? Es un problema no más fácil de resolver que el mismo canto de Josefina. Se dirá que el pueblo es incondicionalmente adicto de Josefina a causa de su canto. Pero no es este el caso: nuestro pueblo es incapaz de una adhesión incondicional. Es un pueblo que, sobre todo, ama la astucia inocua, la charla infantil e inocente que apenas mueve los labios. Eso lo sabe la misma Josefina, y lo combate con todas las fuerzas de su débil garganta. Claro está que no debemos ir tan lejos con tales reflexiones. El pueblo está sometido a Josefina, pero hasta cierto punto. Por ejemplo: es incapaz de reírse de ella. Llega a admitir que en Josefina hay mucho de ridículo; pese a todas las miserias de nuestra vida, reímos fácilmente; una leve risa nos es peculiar. Pero de Josefina no nos reímos. Muchas veces me parece que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, necesitado de indulgencia, notable de algún modo, según ella misma por el canto, estuviera confiado a él. El motivo no es claro para nadie, pero el hecho es indiscutible. No hay que reírse de lo que nos ha sido confiado. Seria faltar a un deber. La mayor malignidad de que son capaces los más malignos consiste en decir: "La risa se nos acaba cuando vemos a Josefina". Así cuida el pueblo a Josefina, como un padre cuida al hijo que le tiende la mano, no se sabe si para pedir o para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo es incapaz de esos deberes paternales; pero los llena ejemplarmente, a lo menos en este caso; ningún individuo seria capaz de lo que hace el pueblo en conjunto.
Por cierto, la diferencia de fuerzas entre todo el pueblo y un individuo es inmensa. Basta que el pueblo hospede a su protegido con el calor de su proximidad para que éste se halle seguro. Claro está que nadie se atreve a tratar estas cosas con Josefina. "La protección de ustedes me tiene sin cuidado", dice ella. "Tienes razón; más bien somos nosotros quienes deberíamos cuidarnos de ti", pensamos para nuestros adentros. Y además, no hay contradicción si ella se nos rebela; son únicamente modos y gratitud infantiles, y modo del padre es no tenerlos en cuenta. Hay otra cosa más difícil de explicar, en las relaciones del pueblo con Josefina. Josefina piensa al contrario que es ella quien protege al pueblo. Y parecería, en efecto, que su canto nos salva de malas situaciones políticas o económicas; cuando no ahuyenta la desgracia, nos da siquiera la fuerza para soportarla. Josefina no lo afirma exactamente, pues habla poco, y es silenciosa si se la compara con nosotros. Pero esta afirmación brilla en sus ojos y se puede leer en su boca cerrada (entre nosotros muy pocos pueden tener la boca cerrada; ella la tiene). A cada mala noticia -y hay períodos en que las malas noticias abundan diariamente, y entre ellas también las falsas y las semiverdaderas- se alza Josefina de inmediato (ella que, en general, se arrastra cansadamente por el suelo), se yergue, estira el cuello y trata de dominar con la mirada su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Es verdad que hay niños con pretensiones análogas, pero esas pretensiones no dejan de tener en Josefina más fundamento que en los niños... No nos salva ni nos da ninguna fuerza, por supuesto, y es fácil darse por salvador a posteriori de este pueblo tan acostumbrado a la desgracia, nada indulgente consigo mismo, rápido en tomar decisiones, buen conocedor de la muerte, tan sólo temeroso en apariencia, dentro de la atmósfera de temeridad en que siempre vive y, además, tan fecundo como arriesgado; es fácil -digo- hacer el salvador a posteriori de este pueblo que siempre supo salvarse a sí mismo de uno u otro modo, aunque sea mediante sacrificios que hacen temblar de espanto al investigador histórico (en general, descuidamos por completo la investigación histórica). Y sin embargo, es verdad que en situaciones angustiosas escuchamos mejor que otras veces la voz de Josefina.
Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más quietos, más modestos, más dóciles al mandato de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos amontonamos, sobre todo porque el motivo es ahora muy distinto de la tortura dominante. Es como si bebiéramos rápidamente en común -si, hay que apurarse: esto lo olvida Josefina demasiadas veces- todavía una copa de paz antes del combate. Resulta menos un concierto de canto que un mitin popular y un mitin, por cierto, en el cual todos permanecemos mudos, salvo Josefina. La hora es demasiado seria para perderla en charlas.
Naturalmente, estas circunstancias no satisfacen a Josefina. A pesar de toda su inquietud y nerviosidad, hay cosas que muchas veces ella no ve (la ciega su engreimiento) y también, sin gran esfuerzo, se le pueden hacer preterir muchas más, pues de esto se encarga un enjambre de aduladores. Pero, cantar inadvertida, en segundo orden, o en un rincón de una asamblea popular, eso nunca. Lo cual no sucede, pues su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos ocupados en otra cosa, y no sólo a causa del canto guardamos silencio, y muchos ni siquiera la miran, hundiendo el hocico en el pellejo del vecino, y Josefina allá arriba parece agitarse en vano, es indudable que algo de su chillido nos alcanza. Este chillido que se eleva sobre el obligado silencio general, es casi un mensaje del pueblo al individuo. El tenue chillar de Josefina, en medio de las graves decisiones, es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto enemigo. Josefina se afirma y se abre camino hasta nosotros. Reconforta pensar que se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza.
Si pudiera existir entre nosotros un verdadero artista del canto, no lo soportaríamos en tales momentos. De una manera unánime, rechazaríamos su concierto como una insensatez. Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto. Ella, sin duda, lo vislumbra. Por eso niega con tanto ardor que la escuchamos; sin embargo, vuelve siempre a cantar, a diluirse en su chillido, más allá de esta sospecha. Pero siempre tendrá un consuelo: la escuchamos quizá del mismo modo con que se escucha a un artista del canto. Y Josefina consigue efectos que un gran artista tratarla en vano de alcanzar y que corresponden, precisamente, a sus precarios medios vocales. Esto se debe, sobre todo, a nuestro modo de vivir.
En nuestro pueblo se ignora la juventud. Apenas se conoce una mínima niñez. Es cierto que garantizamos a los niños una libertad especial, que debemos reconocer su derecho a cierta negligencia y a cierta travesura y ayudarlos un poco; nada más plausible que tales exigencias: todos las reconocen; pero nada menos admisible en la realidad a nuestra vida, y los esfuerzos que hacemos en tal sentido son efímeros.
Entre nosotros, en cuanto un niño puede corretear un poco y enterarse de lo que lo rodea, ya tiene que ganarse la vida como un adulto.
Los distritos en que vivimos dispersos, por razones económicas, son demasiado grandes. Nuestros enemigos son tan numerosos y los peligros que nos acechan tan incalculables, que no podemos mantener a los niños alejados de esta lucha por la vida. Si no lucharan, ellos también morirían. A estas causas tristes se añade otra, muy relevante: la fecundidad de nuestra raza. Una generación empuja a la otra; LOS NIÑOS NO TIENEN TIEMPO de ser niños. En los demás pueblos, los niños son criados con especial esmero y aunque se erijan escuelas y de ellas salgan torrentes, siempre, durante algún tiempo, son los mismos niños quienes se forman allí. Nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos intervalos, mandan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que pueden andar solos; arrollando torpemente con su masa todo lo que encuentran, hasta que pueden ver. Y no como los niños de las escuelas, que siempre son los mismos. No, siempre nuevos, sin fin, sin interrupción. Apenas aparece un niño ya no es niño, y lo empujan los nuevos hocicos, indistinguibles su multitud y premura. Por bello que esto sea y por mucho que otros nos envidien, no nos es permitido dar a nuestros niños una verdadera niñez. Eso trae consecuencias: una perpetua y arraigada puerilidad penetra nuestro pueblo. En contraste directo con nuestra mejor condición, que es el entendimiento práctico, obramos muchas veces del modo más tonto, justamente como los niños, derrochadores irreflexivos y generosos. Y aunque nuestra alegría ya no puede conservar la fuerza de la alegría infantil, algo nos queda, sin duda. Hace tiempo que Josefina aprovecha esta puerilidad. Pero nuestro pueblo no sólo es infantil; también es prematuramente viejo. No tenemos juventud, somos adultos en seguida, y permaneceremos adultos durante tanto tiempo que cierta desesperación y cierto cansancio dejan su huella en el carácter aplicado y optimista de nuestro pueblo. Esa es tal vez la causa de nuestra falta de musicalidad. Sois demasiado viejos para la música: su agitación, su vuelo no convienen nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de tiempo en tiempo. Es posible que no haya talentos musicales entre nosotros, pero, de haberlos, el carácter de nuestras gentes los suprimiría antes de la madura Josefina, en cambio, puede chillar o cantar o como ella quiera llamarlo. Eso no nos molesta. Lo soportamos bien. Si hay alguna música en sonidos que emite, esa música es mínima. Una cierta tradición musical se conserva de este modo, sin que nos pese.
En sus conciertos, tan sólo los muy jóvenes se interesan por la cantante, la miran con asombro cuando ella mueve los labios y expulsa el aire entre los menudos incisivos, embelesada con sus propios tonos. Languidece y utiliza este caimiento pasa destacar nuevas habilidades cada vez menos comprensibles, hasta para ella misma. Pero la multitud se mantiene recogida y en suspenso. Soñamos en las escasas treguas de la lucha; es como si a uno se le aflojaran las piernas, es como si pudiéramos, una vez, echarnos y relajarnos en la cálida cama del pueblo. Y en medio del sueño, de vez en cuando, se oye el chillar de Josefina. Ella dice que es chispeante. A nosotros nos parece fastidioso. En esta música hay algo de nuestra pobre y corta niñez, algo de la dicha perdida que ya no encontraremos. Pero también hay algo de nuestra activa vida presente, de su vivacidad pequeña, incomprensible y, sin embargo, tan pertinaz. Todo esto no se expresa con una gran voz, sino muy despacio. Bisbiseando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de chillidos, por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten. Aquí, al contrario, el chillido está liberado de las ataduras de la vida cotidiana y nos libera también, aunque sea por un momento.
En verdad, nos apenaría dejar de oír estos conciertos. Pero de esto a la afirmación de Josefina de que su música infunde nuevas fuerzas, hay una gran distancia. Hablo, bien entendido, del común de las gentes y no de algunos partidarios incondicionales. "¿Cómo podría ser de otro modo?" dicen con arrogancia estos últimos. "¿Cómo podría explicarse la gran concurrencia, sobre todo en momentos de grave e inmediato peligro y que ha estorbado, más de una vez, nuestra oportuna defensa contra ese mismo peligro?" Por desgracia, esto último es verdad, y no es precisamente un título de gloria para Josefina, sobre todo si consideramos que muchas veces el enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que Josefina, la culpable de todo -tal vez atrajo al enemigo con su chillar-, se reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar. De aquí podría deducirse que Josefina está por encima de la ley, que se le permite hacer lo que quiere, aunque perjudique a la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, se explicarían las pretensiones de Josefina. Hasta podría verse en esta libertad que le da su pueblo, en este regalo extraordinario y, por cierto, contrario a las leyes, nunca otorgado a otro, el reconocimiento de que su pueblo como ella afirma no la entiende, se asombra y pasma ante su arte y sintiéndose indigno de ella, trata de compensar con un favor supremo que llega a la muerte, las penas que le causa con su incomprensión. Así como el arte de Josefina está fuera del alcance general, el pueblo coloca también fuera del poder de sus órdenes a la persona de Josefina y a sus caprichos: en lo pequeño, tal vez así suceda, tal vez el pueblo capitule demasiado pronto ante Josefina. Pero no es su adicto incondicional.
Desde hace mucho, quizá desde el principio de su carrera, Josefina lucha para que no la obliguen a trabajar; deberían eximiría, por lo tanto, de toda preocupación económica. Un entusiasta fácil -entre nosotros hubo algunos- podría pensar que el solo hecho de formular pretensión semejante, la justifica. Pero así no lo entiende nuestro pueblo y rechaza con calma la pretensión de la cantora. Tampoco se esfuerza mucho en refutar los fundamentos de la demanda. Josefina, por ejemplo, hace notar que los esfuerzos del trabajo dañan la voz; que el trabajo la priva de toda posibilidad de descansar después del canto y de fortalecerse para la próxima función; que en esa forma se agota por completo y no puede alcanzar su capacidad máxima.
El pueblo la escucha y pasa a otro asunto. Este pueblo, tan fácil de conmover, sabe también mostrarse insensible. El rechazo es a veces tan terminante que la misma Josefina se sorprende y parece entrar en razón. Entonces trabaja como es debido, canta lo mejor que puede. Pero luego vuelve a la carga.
En el fondo se ve claro que Josefina no desea de verdad lo que pretende. Es razonable, no le teme al trabajo -temor desconocido entre nosotros- y además, si le otorgaran lo que exige, seguiría viviendo como de costumbre: el trabajo no le impediría cantar; el canto no sería más bello. Lo que Josefina desea es el reconocimiento público, unánime, imperecedero, de su arte. Esto, aunque todo lo demás parezca accesible, fracasa tenazmente. Quizá le hubiera convenido encarar la cuestión por otro lado; quizá ella misma reconoce el error. Pero no puede echarse atrás. Le parecería una deslealtad consigo misma; está obligada a seguir hasta la victoria o la muerte.
Si fuera verdad que tiene enemigos, podrían divertirse con esta lucha; pero no tiene enemigos, y aun cuando la critican, esta lucha no divierte a nadie. El pueblo se muestra en fría actitud de juez. En el rechazo del pueblo, como en la pretensión de Josefina, lo significativo no es el asunto sino el hecho de que seamos implacables con una persona a quien, por otra parte, protegemos paternalmente.
Si en vez del pueblo se tratara de un individuo, podría creerse que éste había ido cediendo ante los ardientes pedidos de Josefina, hasta cansarse al fin y poner coto a las concesiones; se podría creer también que han accedido a todas sus exigencias para provocar una última exigencia desaforada y poder rechazarla. Pero el pueblo no necesita de tales astucias y su veneración por Josefina es sincera y probada; además, la vanidad de Josefina es tan fuerte que hasta un niño hubiera previsto el resultado; sin embargo puede ser que dada la idea que Josefina se ha hecho del asunto, tales suposiciones estén también en juego y añadan amargura a su dolor. Pero aunque ella suponga esas cosas, no se deja espantar y en los últimos tiempos aguzó la lucha; si antes luchaba de palabra ahora empieza a usar otros medios, según ella, más eficaces, pero según nosotros más peligrosos para ella misma.
Muchos creen que Josefina se pone tan apremiante porque se está sintiendo vieja, la voz muestra fallas, y le parece urgente librar el último combate para ser definitivamente reconocida. No lo creo. Josefina no sería ella si esto fuera verdad. Para ella no hay ni vejez ni debilitamiento de la voz. Cuando pretende algo no es por motivos superficiales sino por lógica íntima. Extiende la mano hacia la corona más alta; si dependiera de ella, la colgaría más alto aun.
Este desprecio por las dificultades externas no le impide emplear los medios más indignos. Su derecho le parece indiscutible. Juzga, además, que los medios dignos fracasarían en este mundo. Quizá por eso mismo ha desplazado la lucha hacia otro terreno, menos importante para ella. Su séquito ha hecho circular dichos suyos, según los cuales es capaz de cantar de tal modo que diera placer a todo el pueblo. Pero, añade Josefina, no hay que adular al vulgo: las cosas han de quedar como están.
Así, por ejemplo se difundió el rumor de que Josefina tiene intención, si no la complacen de abreviar los trinos. Yo no entiendo nada de trinos y nunca los he notado en su canto. Pero Josefina quiere abreviar los trinos, no suprimirlos, sólo abreviarlos. Ha publicado su amenaza; yo, por mi parte, no he notado ninguna diferencia entre sus recitales de ahora y los de antes. El pueblo escucha como siempre sin manifestarse en cuanto a los trinos, y no ha cambiado su conducta hacia las pretensiones de Josefina. El modo de pensar de Josefina, como su figura, tiene algo de gracioso. Así, por ejemplo, como si su decisión respecto a los trinos fuera demasiado implacable, declaró después que en lo sucesivo volvería a cantar sus trinos completos. Pero en el otro concierto lo repensó y resolvió que los grandes trinos se habían acabado y no volverían sino por una decisión favorable a ella. El pueblo signe benévolo, pero inaccesible, como un adulto preocupado que no escucha las palabras de un niño.
Pero Josefina no cede. Hace poco afirmó que en el trabajo se había hecho una lastimadura que le impedía estar de pie durante el canto; como sólo se puede cantar de pie, ahora debe abreviar sus cantos. Aunque renquea y se deja sostener por su séquito, nadie cree en su lastimadura; aun teniendo en cuenta la especial sensibilidad de su cuerpo, no hay que olvidar que Josefina pertenece a un pueblo de trabajadores; si por cada raspadura en la piel nos pusiéramos a renquear, todo el pueblo andaría con muletas. Pero que la lleven como inválida, que se exhiba en ese estado lamentable, no importa; el pueblo oye agradecido su canto y no hace mucho caso de la abreviación de los trinos. Como no puede cojear perpetuamente, inventa otras cosas: cansancio, debilidad, mal humor. Estamos condenados a ver al séquito de Josefina suplicándole cantos. La consuelan, la halagan, la llevan casi en andas al lugar elegido. Al fin consiente con lágrimas inexplicables; pero cuando va a empezar, con los brazos no abiertos como otras veces, sino colgantes -lo que hace que parezcan cortos-, cuando quiere entonar, un estremecimiento involuntario la irrumpe y se desploma ante nuestra vista. Luego se domina con energía y canta, creo que más o menos como siempre; quizá el que note los más finos matices, distinga una ligera excitación que la favorece. Al final parece menos cansada que antes: camina segura, si es lícito hablar así de huidizo pataleo, y se aleja rechazando toda ayuda de sus cortesanos y desafiando con mirada fría la multitud respetuosa que le abre paso.
Sin embargo, la última vez que se esperaba su canto, Josefina desapareció. Ahora no sólo la busca su séquito; muchos se enrolan en la busca; Josefina ha desaparecido, no quiere cantar ni quiere que se lo pidan; ahora nos ha abandonado por completo.
Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal que uno creería que no calcula, sino que está llevada por la corriente de su destino, que nuestro mundo sólo puede ser triste. Ella misma se aparta del canto, ella misma destruye el poder que había conseguido. ¿Cómo logró ese poder, ya que tan mal conoce a su pueblo? Se oculta y no canta; pero el pueblo, tranquilo, sin desilusión visible, señoril, una masa descansando en sí misma, que formalmente, aunque la apariencia sea contraria, sólo puede dar regalos, nunca recibirlos, ni aun de Josefina, este pueblo -repito- sigue su camino. Pero Josefina debe de estar en decadencia. Pronto vendrá el momento en que sonará su último chillido y quede muda para siempre. Josefina es un episodio en la historia eterna de nuestro pueblo, y este pueblo superará la pérdida. No nos será fácil; ¿cómo serán posibles las asambleas en completo silencio? Pero, ¿no eran silenciosas también con Josefina? ¿Era su chillar efectivo, notablemente más fuerte y vivaz de lo que será en el recuerdo? ¿Acaso, en vida, era más que un mero recuerdo? ¿O habremos enaltecido el canto de Josefina porque era imperdible?
Quizá nosotros no perdamos mucho; pero Josefina, redimida de los afanes terrestres, a los que, según ella, están predestinados los elegidos, se perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, y pronto, ya que no nos interesa la historia, entrará, como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido. Franz Kafka Ein Hungerkünstler (1924)

martes, 6 de octubre de 2009


Lo invita a su ciclo de lectura de poesía

el martes 13 de octubre, a las 20,
e Subsede, San Lorenzo y Entre Ríos.

Leerán las poetas
Mariana Vacs,
Verónica Laurino
Paula Aramburu

Con la presentación de Silvio González.