En la Cocina, cuento de nuestra compañera Graciela Mitre, mereció el Primer Premio del Concurso homenaje a “Miguel Hernández”, auspiciado por el Instituto de Educación Superior nª 28, OLGA COSSETTINI. Jurados: los escritores Alberto Lagunas y Jorge Isaías y la Dra en Letras: María Gabriela Battaglia.
Las distinciones se entregaron el día 18 de setiembre pasado:
link:
http://www.iesoc.com.ar/2012/09/entrega-de-premios-concurso-literario/
Clase magistral sobre Miguel Hernández a cargo
del escritor y profesor Alberto Lagunas
Graciela lee su cuento
Marta Ortiz y Graciela Mitre exhibiendo
el merecido diploma!!
EN LA COCINA
varió
como variaba yo también,
como el amor, la luz, el sexo, el ser.
Silvina Ocampo (El secreto)
Vengo de una familia aficionada a la cocina y
aunque me cueste admitirlo, soy la excepción. Odio cocinar. Tampoco me interesan
demasiado las características del menú. Como para alimentarme. Difícilmente me
haga la cabeza pensando en algún plato especial, nada me llama demasiado la
atención, incluido el acto de comer.
Cuando me siento a la mesa lo hago
entretenida con un libro, un crucigrama o algún programa de tv. Sólo en algunas
oportunidades, cuando el cuerpo se me escapa, llego a casa y devoro. No importa
qué, algo debe entrar en este cuerpo y sosegarlo de alguna forma, es allí
cuando avanzo despiadadamente hacia la
heladera y tomo lo primero que encuentro; generalmente el dulce de leche.
La suavidad del dulce recorriendo el paladar,
mi boca en su magnitud, es el mayor placer que puedo tener cuando todo se
desboca.
Mi abuela y sus hermanas fueron cocineras de
oficio. Atendían a las familias ricas,
enormes mansiones cuyas salas de cocina se ubicaban en los subsuelos. Ambientes
frescos, oscuros, ajenos a los dueños de casa.
La especialidad de mi abuela María eran los
tallarines caseros. Sus manos eran las ideales; tibias, livianas, de manera que
la masa se expandiera sobre la tabla de amasado dócilmente. Me encantaba ver
sus dedos metidos en la masa, formar los pequeños bollos, estirarlos. Los
cortaba con una cuchilla enorme, enérgicamente y con rapidez dando la impresión
que en cualquier momento, podía llegar a volar un dedo de la abuela sobre la
mesa. Las finas tiras se desprendían de la masa como serpentinas y todo
era juego para mis ojos.
Mamá en cambio optó por especializarse en
empanadas de carne. No tenía la menor idea de cómo se hacían, hasta que un día sin
receta de por medio, viendo a su madre y
sus tías, las hizo. Dulces, con enormes pasas de uva, humeantes y jugosas,
festoneadas prolijamente en los rebordes, eran
un deleite para el olfato y el paladar de la familia.
Con el tiempo fue dejando de lado las
empanadas y se dedicó a elaborar dulces y ya no se apartó de allí.
La elaboración del dulce coincidía siempre
con algún momento agradable de la casa. Mamá tenía la capacidad de demostrar
sus estados de ánimo a través de la cocina y generalmente en esto, mucho tenía
que ver su relación con mi padre.
Más que un homenaje a la familia, sus dulces,
representaban un agasajo para papá. Ni bien abríamos la puerta y sentíamos olor
a naranjas en la casa, sabíamos que entre mamá y papá las cosas andaban bien.
Se colocaba su delantal con pechera floreado.
Desparramaba las naranjas en la mesa y empezaba a prepararlas. Las cortaba en
gajos, de una naranja formaba cuatro. Separaba las semillas y luego las ponía
dentro de una fina tela blanca, formando una especie de relicario. Dejaba que las
naranjas hirvieran durante horas en agua azucarada, junto a la bolsa con
semillas hasta formar una melaza. Cada gajo debía pincharlo más de tres veces
para que pudiera ingresar el almíbar y lograr una pieza dorada y transparente.
Cuando el dulce estaba listo, mis hermanos y
yo podíamos probarlo siempre que primero lo hiciera papá. Él daba el visto
bueno y ella le sonreía enamorada.
Con los años nos hicimos grandes y nos fuimos
de la casa paterna, pero siempre con regreso. Mamá y sus mates, las preguntas,
las recomendaciones, los cuidados. Papá y sus gestos, su mirada gacha, sus
silencios y el paladar seco.
Nunca el aroma a naranjas lo volvimos a
sentir. En un principio pensamos que era
una casualidad y que mamá seguramente había preparado el dulce el día anterior
o posterior a nuestra visita, aunque de ser así nos hubiese convidado. Cada vez
que hacíamos referencia al dulce ella cambiaba
de tema y él miraba hacia otro lado.
Una tarde de otoño fuimos con mis hermanos a
la casa de nuestros padres, convocados por mamá. Abrimos la puerta y quedamos
envueltos por el aroma intenso a naranjas. Ella tenía el delantal floreado de
siempre. Su brazo derecho movía con calma la cuchara de madera, mezclando las
naranjas y la melaza.
La besamos. Su piel toda era un solo aroma.
Tenía las mejillas tibias y rosadas y la mirada clara.
Preguntamos por papá y nos dijo que estaba en
su cuarto. Entramos. La habitación estaba en penumbra. Papá estaba helado, con
los ojos cerrados y la piel ya casi morada. Sobre la mesa de luz se encontraba
el certificado de defunción extendido por el servicio de emergencia.
Desde hacía un tiempo padecía dolores de
pecho y se negaba a hacerse atender. Cuando se decidió, su corazón ya no
disponía de mucho tiempo.
Papá fue enterrado en un cementerio rodeado
de frescos cipreses. Mamá no lloró. Se mantuvo todo el tiempo en silencio y con
la mirada en la nada. Nunca dio una explicación (tampoco la pedimos) sobre cierta
gente desconocida que apareció en forma imprevista en el sepelio. Jamás volvió
a nombrar a papá. Se las ingenió para hablar del pasado sin nombrarlo.
El dulce de naranjas no volvió a faltar.
Esperaba a sus nietos con la misma devoción que una vez esperó a su hombre. Se
trataba de un amor distinto, pero era amor y eso le bastaba.
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