Los Novios
Haroldo Conti
El tío Hipólito llegó a las cinco, como siempre.
Todavía hacía un poco de calor pero oscurecía más temprano. Además la
luz era distinta, como si todas las cosas, aun las sombras, fuesen de la
misma sustancia.
María trajo los sillones de mimbre y los arrimó a la pared. Hipólito la
saludó con un gesto distraído mientras se hurgaba en los bolsillos.
Hacía tiempo que estaban por asfaltar aquella calle. El Expreso del
Oeste se tenía que desviar una punta de cuadras precisamente por aquella
calle. Pero pensándolo bien, ahora, con esa luz, era preferible que
quedara así.
Hipólito extrajo un caramelo con forma de bastoncito, se inclinó sobre
la cabecita morena que aguardaba en silencio y preguntó: "¿Qué dice mi
muñeca?". Luego se sentó en el sillón al lado del zaguán y encendió un
Caburito.
Del otro lado de la calle los árboles parecían haber envejecido. Estaban
cubiertos de polvo y de una luz melancólica. Hipólito los había contado
alguna vez y hasta había comenzado a ponerles nombres porque se
parecían a las personas. A veces estaban tristes, a veces estaban
alegres. Cambiaban de ropaje, cambiaban de humor, y un día morían como
el plátano de la esquina que la primavera anterior no había florecido.
La señorita Adela apareció en la puerta e Hipólito se levantó de un salto, con el Caburito en la mano.
—¿Qué tal? ¿Cómo está usted?
—Mejor —dijo la señorita Adela con una voz algo frágil pero alegre.
Mientras se sentaban él pensó por qué habría dicho "mejor" y no simplemente "bien", pero se alegró de todas maneras.
Después hablaron del tiempo.
—Parecen las seis, ¿se ha fijado usted?
—Sí, es verdad.
—Sin embargo apenas son las cinco.
—Acabo de verlo. Las cinco.
Seguramente lo había visto en aquel notable reloj embutido en el
campanario de un cuadro de la Chiesa di S. Magno a Legnano, en el
comedor. El viejo era de Legnano, en la Lonibardía, según se lo había
oído mil veces.
Para ser exactos eran las cinco y cuarto, pero hablando así del tiempo
no debían tomarse en cuenta los cuartos y apenas las medias.
A Hipólito le gustaba hablar del tiempo, lo mismo que a su padre. En
realidad, era todo lo que recordaba del viejo. Ahí estaba en su recuerdo
hablando las horas enteras en el Círculo Italiano o en el bar Alsina.
La verdad que era un tema inmenso. Se recordaban cosas, se auguraban
cosas y uno se volvía cosa y tiempo también.
Volvió a encender el Caburito que se había apagado.
Según Hipólito, aquel otoño más que el recuerdo del verano, como sucedía
casi siempre, resultaba un verdadero anticipo del invierno. No había
sucedido como otros años, ese lento despliegue de signos y anuncios,
sino que, de un día para otro, la luz se había empañado y el cielo
parecía increíblemente lejano.
A propósito del tiempo se habló luego de las flores de marzo.
La señorita Adela se volvió un poco de costado, cruzó las manos,
aquellas largas manos que se movían como mariposas de cera, y mencionó
las caléndulas y las siemprevivas.
Hipólito, por su parte, habló con cierta erudición de las azucenas
blancas y por supuesto de la violeta, que es emblema de la modestia.
Bajo vidrio: tulipanes, espuela de caballero y ciclamen.
—También el ciclamen.
—El ciclamen, eso es. Mi madre decía ciclamino.
— ¿Ciclamino? ¡Qué gracioso! Es la primera vez que lo oigo.
—Ciclamen o ciclamino —dijo Hipólito distraídamente.
Pasó un grupo de muchachos con hondas y tramperas para gorriones. Trotaban por el medio de la calle en dirección de la usina.
Luego pasó la señora Amelia con el tul y el rosario en las manos. A
veces se detenía a hablar de enfermedades o de la fiesta de San Isidro.
Pero esta vez pasó y saludó simplemente.
Todavía estaban hablando del tiempo cuando apareció el camión de riego
en la punta de la calle. Hipólito se removió en el sillón y miró la
hora. Pareció que iba a decir algo divertido como lo del ciclamino, pero
no dijo nada.
Era un camión rojo con un águila de bronce en la tapa del radiador.
Hipólito se sentía bien sólo con verlo. Primero echaba el chorro hacia
un lado y después hacia el otro y recién un par de metros más allá
echaba dos chorros a la vez, uno para cada lado.
El camión aparecía en la punta de la calle cuando la luz trazaba una
especie de visera sobre la vereda de los plátanos y se detenía un rato
como para tomar aliento. Luego comenzaba a andar a los tumbos, igual que
el viejo Nardi. Tal vez ahí estaba lo gracioso.
Cuando pasó frente a ellos detuvo el chorro de la izquierda y una mano
salió y entró por la ventanilla. Entonces la pequeña echó a correr junto
al camión y las voces y los ruidos se alejaron hacia el otro extremo de
la calle como si aquellos blandos chorros de agua fueran borrando la
tarde.
—Está refrescando, ¿lo nota usted?
—Sí —dijo la señorita Adela—, pero todavía queda buen tiempo.
—No sé esta vez —dijo él.
Y trató de pensar en el otoño anterior, aunque no estaba seguro de que fuese el anterior sino un otoño cualquiera.
Algunas tardes después Hipólito habló de la casa. No era un tema nuevo
pero siempre que hablaba de la casa la señorita Adela parecía más
animada.
Las copas de los árboles ardían en silencio pero la luz en la calle de tierra era cada vez más débil, un polvillo de miel.
Hipólito describió en primer lugar el pequeño jardín frente a la casa
con los dos pinos como dos centinelas. La señorita Adela encontraba algo
extraño que hubiese justamente dos pinos en un jardín tan pequeño pero
con el tiempo le pareció una señal de distinción. Nada de canteros
retorcidos, ni calas, ni plantas minúsculas que daban una impresión de
desaliño y vejez. Después venía la puerta, que para la señorita se abría
y se cerraba por sí misma en silencio, y el pasillo de luz penumbrosa y
al fondo la cocina.
Hipólito se demoraba siempre en la cocina. Cada vez había un detalle
nuevo que no había mencionado o que, por lo menos, había olvidado. Los
dormitorios estaban al costado del pasillo y el hall a la entrada,
naturalmente, sólo que Hipólito lo mencionaba en último término, después
que había pasado el camión de riego, tal vez para que quedara la
impresión de que recién entraban en la casa y no de que estaban a punto
de salir.
—No será una casa notable —resumía invariablemente— pero creo que es una
casa adecuada. Y la señorita Adela asentía con los ojos entornados, aun
antes de que comenzara la frase.Esta vez dijo además, después de un
silencio:
—Me gustaría que la viese usted... alguna tarde de estas, por ejemplo.
—¡Oh, sí! —exclamó la señorita con un trino.
Y se volvió y miró al tío Hipólito que se había erguido en el asiento y soplaba la punta del Caburito.
Fueron pues una tarde a ver la casa.
Hipólito vino más temprano, aunque parecían las cinco por lo menos, y
esperó en la vereda como de costumbre. Esta vez, en lugar de los
caramelos, trajo un cartucho de pororó y una manzanita acaramelada. Era
la época.
La señorita Adela apareció por fin en la puerta con una sombrilla en la
mano aunque ya no era el tiempo de las som¬brillas, es decir, el dulce y
querido verano, cuando las cinco de la tarde son efectivamente las
cinco.
La casa quedaba del otro lado del pueblo, después del molino. De manera
que tuvieron que atravesar el pueblo en aquella luz polvorienta del
otoño. La señorita Adela marchaba del otro lado de la pared, blanca y
leve como una paloma, y parecía más divertida que nunca. Hipólito, en
cambio, marchaba digno y compuesto como un notario o algo por el estilo.
Un verdadero tío.
El gallego Correa los saludó desde el mostrador de la tienda El Mercurio
y el señor Ferrer, con el invariable cigarro en la boca y el chaleco
abierto, desde la puerta de El Imparcial. Cada uno en su calle y en su
puesto parecía distinto, opinó la señorita Adela. Hipólito, aunque no
estaba muy seguro, asintió con la cabeza.
En la esquina de El Vencedor, bebidas y comestibles, tendió una mano a
la señorita para ayudarla a saltar desde la acera de ladrillos húmedos y
desparejos porque era muy alta. Don ítalo estaba en la puerta del
almacén con el lápiz montado sobre la oreja.
Y había otros vecinos sentados en los sillones de mimbre o en las sillas
de paja. Parecían todos contentos pero extrañamente quietos con sus
sonrisas en esa hora inmóvil de la tarde.
—¡Vamos! Decídase usted —dijo Hipólito con cautelosa jovialidad.
—¡Qué gracioso! —trinó la señorita.
Y avanzó un pie y saltó.
Desde allí se veían las primeras quintas, el campo pelado y amarillo y
al fondo el cielo de un celeste muy pálido. A la derecha, el molino,
blanco como un hueso, y a la izquierda, el camino de cemento.
La señorita Adela reconoció la casa por los pinos. Era como ella la
había imaginado. No exactamente como Hipólito había dicho, porque con lo
que dijo se podían imaginar muchas casas con pinos y todo.
Atravesaron el jardín entre aquellos árboles oscuros y mientras Hipólito
buscaba la llave reconoció cada cosa. El tronco firme y ceniciento de
los pinos, las copas negras como surtidores de sombras, la cerca de
madera y, a través de la cerca, la vereda de ladrillos.
Hipólito dijo a sus espaldas que aquí no era lo mismo porque no pasaba
el camión de riego, ni la señora Amelia, ni enfrente estaban los
plátanos erguidos como personas. Pero que de todas maneras sería lindo
sacar afuera los sillones de mimbre y contemplar el campo pelado que
mudaba de color como el mar, aunque nunca había visto el mar, y el
camino de cemento y los grandes camiones que iban y venían cargados de
ladrillos.Quedaron un rato inmóviles mirando todo aquello y luego
entraron.
Flotaba en la casa una luz pegajosa y la voz de la señorita Adela
parecía sonar en todos los cuartos a la vez. Hipólito caminaba detrás y
decía cosas oportunas un poco inclinado hacia adelante con el sombrero
de fieltro en la mano.
En la cocina encontraron todo lo que había dicho y además una claraboya
de vidrio armado y una gran mesa de pino. Al fondo había una huertita y
la vieja parra de uva chinche que Hipólito había ponderado largamente.
Los dormitorios eran recatados y simples y donde más se notaba el
silencio, de manera que se justificaba que resultasen imprecisos. El
hall, en cambio, parecía lleno de gente, aunque estuviera vacío, y uno
pensaba en los amigos y en los días felices. A través de la ventana se
veía un pino y una parte de la cerca y el camino de cemento largo y
preciso que se juntaba a lo lejos con el cielo. En fin, una casa
adecuada, como decía el tío Hipólito. Y posiblemente notable después de
un tiempo.
Regresaron en silencio por el mismo camino. Al doblar hacia el molino
blanco como un hueso, la señorita Adela se volvió una vez más y miró los
pinos. En la esquina de El Vencedor, Hipólito saltó primero y le tendió
la mano. Saludaron a la misma gente en los mismos sitios.
Cuando llegaron a la calle de tierra apenas quedaba un mechón de tarde
en las puntas de los plátanos. El camión de riego ya había pasado y por
eso la calle parecía más oscura. La señorita Adela permaneció un rato en
la puerta, junto a los sillones vacíos. Los chicos volvían trotando de
la usina.Hipólito miró la hora y comparó los días y estuvo a punto de
hablar del tiempo. Pero ya eran las siete de la tarde, es decir, la
noche.
La señorita Adela murió ese invierno.
Una tarde Hipólito esperó largo rato junto al sillón vacío. Pasó el camión de riego y la señorita no había salido.
Otra vez estuvo de paso, como quien dice, con un ramo de crisantemos, que era la flor del tiempo.
Y otra tarde cualquiera murió la señorita.
Vinieron unos parientes de Buenos Aires y otros de Rosario. Los hombres
se abrazaban y se besaban brevemente y se hacían todos las mismas
preguntas en voz baja. Cuando se reconocían parecía que iban a decirse
grandes e interminables cosas. Pero pronto quedaban en silencio con las
manos en los bolsillos y se hamacaban en puntas de pie o miraban el
reloj mientras sus mujeres rezaban el rosario.
Después del anís se animaron un poco y comenzaron a hablar de cosas que
recordaban a medias. Hipólito sonreía gravemente y completaba el
recuerdo, nombres y sitios y sucesos de aquel pueblo, un poco
sorprendido él mismo de que recordase tanta vieja historia.
Llegó el cura y sirvieron otra copita más. Entonces se animaron por
completo y ahora recordaban nada más que cosas alegres. Por último llegó
el plomero e Hipólito alejó a las mujeres, entornó la puerta y sostuvo
las barritas de plomo.
La luz de los cirios era una luz amarilla como la del otoño y la lámpara de soldar zumbaba como el camión de riego.
Ahora veía el rostro de la señorita Adela a través de un óvalo de vidrio
un poco empañado. Parecía realmente de cera y tenía aquel gesto en los
labios la vez que hablaron del ciclamen o ciclamino.
La calle nunca había estado tan animada. De este lado las mujeres,
negras y llorosas contra la pared de ladrillo. María y la cabecita
morena en el rincón de los sillones. La señora Amelia con el rosario al
frente. En el medio la negra hilera de coches con los caballos erguidos y
brillantes. Del otro lado los vecinos y los curiosos, los chicos de los
gorriones y por supuesto los plátanos. Hubo un instante de inmovilidad y
luego el cortejo se puso en marcha con un lento girar de ruedas.
Hipólito iba en el segundo coche con otros tres señores que en cada
cuadra recordaban un nombre o reconocían una casa. Cuando pasaban frente
a El Vencedor el señor de la derecha preguntó por el viejo Nardi.
Hipólito habló del viejo Nardi mientras pensaba en otra cosa a propósito
de aquella esquina. Apareció el molino y hablaron del viejo molino.
Después trotaron sobre la ruta de cemento y se cruzaron con los camiones
mientras a lo lejos giraban lentamente los dos pinos con la casa en el
medio.El señor de la izquierda preguntó a dónde iba ese camino. "A
Irala", dijo Hipólito, aunque no estaba seguro si era a Irala o a Inés
Indart o a cualquier otra parte porque jamás había pasado del
cementerio.
A la izquierda aparecieron los primeros hornos de ladrillo. El humo trepaba derechamente hacia lo alto, señal de buen tiempo.
También por la izquierda, detrás de las columnas de humo, apareció por
fin el largo murallón del cementerio y entonces los hombres callaron.
Los parientes se marcharon esa misma tarde. Se despedían de Hipólito
como si éste no debiera marcharse también. Todos decían cosas amables
pero imprecisas antes de partir.
La señora Amelia ayudó a acomodar las sillas y se fue a la hora de las campanas.
Entonces el tío Hipólito salió a la puerta y se quedó un rato mirando los plátanos.La calle estaba otra vez en silencio.
Ahora oscurecía a las seis y media y el verano parecía más lejos que
nunca. En realidad, parecía que nunca hubiese existido el verano.
Haroldo Conti
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