y quien es culpable, ya nunca conocerá el aburrimiento…
J.M.Coetzee
J.M.Coetzee
Avanza sin ruido esquivando cada rama, cada obstáculo, no corre, no tiene porqué, no abandonó su cueva para cazar y menos para huir. La mañana veraniega está creciendo bajo el sol colmada de vuelos fragancias y de vibraciones en la íntima belleza de la hora. En otras ocasiones se coloca al acecho en un lugar privilegiado y vigila esperando que aparezca algún animal para caer sobre él, pero esta mañana no, sólo se acerca al arroyo a beber agua fresca. La bondad del instante en que vive corta los deseos de cazar su presa.
De pronto, un disparo de fusil desgarra el silencio, conmoviendo el lugar. Huyen las aves y hasta la brisa parece detenerse en un suspenso de sorpresiva alarma. Después estalla otro disparo y otro y varios más… A poco,
despavorido, se ve llegar al yaguareté en busca de su refugio. Trota con gran dificultad y parece galopar no sólo con las patas cortas y fuertes, las pupilas que se contraen verticalmente, su cuerpo musculoso y compacto y hasta las pequeñas y redondas orejas que acompasan en sus movimientos oscilan intensamente. Cuando cesa el estruendo de tiros, se detiene buscando refugio bajo el boquecito de sauces y mira con sorpresa sin comprender cómo en esa dulzura puede florecer el mal.
El pasto que le sirve de lecho empieza a teñirse de rojo a medida que avanza la mañana. Poco después la sombra que lo cobija empieza a disminuir.
El campo entero se aletarga en el calor de la siesta y ese ardor que siente en lo interno, le quema las entrañas. Los moscardones revolotean y un sueño venido desde muy lejos lo invade, es un sueño oscuro con innumerables puntitos luminosos que se transforman en hirientes agujas a cada movimiento del pesado cuerpo y le impiden dormirse. En el fondo de ese sueño está el arroyo con su agua fresca y palpitante.
Comienza a colorearse la tarde admirable como lo ha sido el amanecer y recoge esa serenidad anunciándola a todo, menos al animal que apenas se agita sobre el pastizal ensangrentado.
En la solemnidad del crepúsculo, casi ciego ya, regresan los hombres de sus aventuras de caza, precedidos por los perros que descubren el cuerpo del yaguareté y se lo disputan con violencia.
El pasto que le sirve de lecho empieza a teñirse de rojo a medida que avanza la mañana. Poco después la sombra que lo cobija empieza a disminuir.
El campo entero se aletarga en el calor de la siesta y ese ardor que siente en lo interno, le quema las entrañas. Los moscardones revolotean y un sueño venido desde muy lejos lo invade, es un sueño oscuro con innumerables puntitos luminosos que se transforman en hirientes agujas a cada movimiento del pesado cuerpo y le impiden dormirse. En el fondo de ese sueño está el arroyo con su agua fresca y palpitante.
Comienza a colorearse la tarde admirable como lo ha sido el amanecer y recoge esa serenidad anunciándola a todo, menos al animal que apenas se agita sobre el pastizal ensangrentado.
En la solemnidad del crepúsculo, casi ciego ya, regresan los hombres de sus aventuras de caza, precedidos por los perros que descubren el cuerpo del yaguareté y se lo disputan con violencia.
Por Angélica Larrea
4 comentarios:
Angélica:Escribir sobre lo liviano, lo etéreo, lo cristalino es fácil cuando hay tanto por pintar y modelar; pero cuando hay que traducir el dolor y la injusticia, y hacerlo con prestancia, es muy valedero. A pesar de todo,pusiste fragancias y vibraciones y hasta un arroyo para lavar el rojo del final.
Susana Ballaris
Angélica:el cuento transmite el dolor de la muerte y al mismo tiempo es tan sereno en las descripciones del lugar, me parece oir el silencio y aspirar las fragancias.Me gustó mucho. Marta R.
Es tan real, tan cruel, nos deja tanto que aprender!!!
Gracias Angelica!
Magali (ahora si me acorde)
Hace vivir el momento, ver el paisaje, sentir la misma bronca del autor, la incomprensión y resignación del animal y la crueldad del final. Transmite lo que tiene que transmitir. Muy bueno.
Oscar Tartabull
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