El rectángulo de madera está enclavado en la vastedad del paisaje intenso y oscuro, todavía tibio por el fuego de los relámpagos.
Estoy asomada en puntas de pie y alcanzo a ver cómo el tornado se llevó todo lo que había en el mundo de enfrente. Si miro hacia atrás, la hamaca, "mi hamaca" colgada de los durazneros, gime bajo las ráfagas de lluvia y si miro hacia delante todavía se oye el retumbar seco de los eucaliptos. No estoy sola. A mi lado la camisa blanca de mi papá larga vahos de perfume natural con jabones puestos en el agua. No estoy sola. La cara de mi mamá está teñida de palidez. Y en el medio de los dos mundos, el de adelante y el de atrás, está mi miedo. Tiemblo y me cobijo en mis padres, como si estuviera recostada en un nido.
Quiero que los eucaliptos dejen de chocar entre sí y que la hamaca deje de gemir en el patio sin hojas. Parece "todo un gran ajetreo" de un viejo fotógrafo tomando escenas más escenas.
Cierro con fuerza el rectángulo de vidrio y madera. Y escucho.
Son pasos agitados. Cada vez se acercan más. Es mi hija que corre a refugiarse en mis brazos y la rodeo en mis palabras. Afuera el estampido seco de un relámpago y gotas de acero ensordecen en el techo. La tormenta dibuja un juego de luces mientras la noche -como la otra noche-, canta una plegaria pidiendo amparo.
Susana Ballaris
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